Como fieras salvajes saltaron los agentes de la policía sobre Pepe Horta, el vicepresidente del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, tan pronto asomó la cabeza en la nueva terminal del Aeropuerto Internacional de La Habana. Un operativo inusual para un dirigente de primer nivel, pero reflejaba el desespero por resolver el caso del robo de unas pinturas famosas que, por arte de magia, habían desaparecido de las paredes de la oficina de Alfredo Guevara, el presidente de esta institución y quien era reconocido como uno de los mayores coleccionistas de arte en la Cuba de los 90.
Luego de dar cabezazos en todas direcciones los agentes de la temida unidad policial de 100 y Aldabó habían llegado a la conclusión que se trataba de un autorrobo, de otra forma no se explicaban la falta de huellas y pruebas incriminatorias.
Pepe Horta tenía planificado el viaje desde antes del robo y con sus maletas de diseñador y sus trajes de seda fue conducido al cuartico de interrogatorios del aeropuerto luego de haber despachado en inmigración. Hasta alcanzaba a divisar el avión en el que debía salir cuando le exigieron que les acompañara.
Dentro del cuarto trató de mantener la compostura en medio de los ataques, insultos y hasta su empujón bobo que le dieron, “¿Guevara sabe de esto?”, preguntaba constantemente. Terminó desnudo y llorando, mientras los interrogadores, cuchilla en mano rasgaban el forro de sus trajes y rompían sus bolsos y regalos.
“Coopera de una vez para que salgas mejor”, le decían con una confianza violenta a la que no estaba acostumbrado, “¿Dónde llevas los Tomás Sánchez?”, con esos esbirros no cabían explicaciones, ni siquiera el razonamiento elemental de que las pinturas a que se referían eran enormes telas que no entrarían en ninguno de los reducidos espacios de su equipaje, ni de su cuerpo, como llegaron a insinuarle.
Al final lo dejaron solo, tratando de reajustarse en el interior de sus pantalones y con todas las cosas desparramadas por el suelo. Tras varios minutos cocinándose en sus propios miedos entró el coronel Mario Albarello; el mismísimo jefe de 100 y Aldabó le daba unas frías disculpas y sin mucha convicción le prometía castigos contra quienes lo pusieron en la lista de los sospechosos. Que entendiera que se habían visto obligados a actuar, pero al menos había servido para demostrar su inocencia. ¡Ahh!.. Y quedaba libre, podía irse: a Francia, a su casa o a donde quisiera.
Los agentes que tan mal lo habían tratado se mostraban solícitos tratando de enmendar el destrozo, doblando las chaquetas destruidas y colocándolas en las ahora desencuadernadas maletas Samsonite.
Así se fue a París, con jirones de tela asomando por las comisuras de su equipaje, y así “se quedó”, término como definían los cubanos de entonces cualquier deserción. Dicen que no quiso regresar a cuestionar a Alfredo Guevara, a quien consideraba como un hermano, “de seguro me dice que no sabía nada”, le comentaba a sus allegados. Pero en realidad fueron los minutos en ese cuartito los que desataron los lobos del terror. Su calvario duró mucho menos que los sufrimientos de los detenidos en el centro de instrucción, pero una persona acostumbrada a moverse en las alturas y tolerada por el régimen no pudo asimilar el cambio drástico y violento al que le sometieron.
Pepe se reinventó en Miami con el Café Nostalgia y se convirtió en una figura imprescindible de la cultura cubana en el exilio. Esta semana nos sorprendimos con la triste noticia de su muerte, pero asombra que ocurrió en La Habana, parece que treinta años después había logrado superar los traumas e irse a vivir a la cueva de sus represores.
Por cierto, en una asociación muy difícil de entender, para los agentes de la policía la noticia de la deserción de Pepe era una especie de confirmación de su autoría en el robo de los cuadros.
Años después, durante la investigación de otro robo, unos “ninjas” habaneros reconocieron ser los ladrones de los cuadros y confesaron haber actuado por encargo de unos traficantes de arte conocidos como Pompi y Miguelón, quienes les facilitaron las cuchillas y le enseñaron cómo cortar los lienzos y envolverlos con las pinturas hacia afuera. Dejaron boquiabiertos a los policías cuando, en la reconstrucción de los hechos, escalaron como gatos por una tubería exterior del edificio del ICAIC y se colaron por una ventanita del quinto piso.
Los agentes de la policía nunca le pidieron disculpas a Pepe Horta y mucho menos a otros inocentes que mantuvieron detenidos por meses, presionándolos para que cargaran con las culpas. Como el caso de Rubén, un actor secundario de la televisión cubana, o un padre y su hijo de apellido Padrón, que trabajaban en el lugar y que, aunque habían soñado con los cuadros nunca le había puesto un dedo encima.