viernes 29  de  marzo 2024
OPINIÓN

El argentino errante

Era joven, tenía treinta y dos años, y se había casado recientemente con una mujer recatada y pudorosa, llamativamente guapa, el pelo rubio, los ojos azulados, que parecía una modelo
Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

Avergonzado de su país por el fracaso en la guerra de las Malvinas, harto de vivir bajo una dictadura militar, el argentino vendió su apartamento en Buenos Aires a precio de liquidación, convenció a su esposa de probar suerte en otras tierras y se mudó a Lima. Eligió la capital peruana porque tenía un amigo argentino que había prosperado allá como entrenador de golf en el club más exclusivo de la ciudad, al punto que, además de dar clases de golf a los señores ricachones, era dueño de la cafetería del club, lo que le reportaba unas ganancias consistentes.

-Los peruanos aman a los argentinos -le dijo el entrenador de golf y administrador de la cafetería a su amigo-. Te aseguro que en este país te irá bien.

El argentino era joven, tenía treinta y dos años, y se había casado recientemente con una mujer recatada y pudorosa, llamativamente guapa, el pelo rubio, los ojos azulados, que parecía una modelo, pero era, en realidad, una católica fervorosa, cuya familia disponía de dineros antiguos. El apartamento que vendió a precio de remate el argentino lo había comprado con un dinero que, al casarse, le obsequiaron los padres de su esposa, quienes procuraron disuadirlo de venderlo y mudarse a Lima, pero fracasaron en tal empeño, porque el argentino les aseguraba que, nada más llegar a Lima, conseguiría trabajo como profesor de tenis en el club de los hombres acaudalados de esa ciudad, el club donde trabajaba su amigo, el entrenador de golf.

Así fue. Tan pronto como llegó a Lima, y tras someterse a unas pruebas sencillas, fue contratado como profesor de tenis del club. Con el dinero que recibió por vender su apartamento en Buenos Aires, compró una casita cerca del club de golf en Lima. Su esposa se ofreció a trabajar en la cafetería del club, pero el argentino, consciente de la belleza de su mujer, temeroso de los estragos que aquella belleza pudiera provocar entre los socios pudientes del club, se opuso resueltamente y la dejó embarazada. Tuvieron un hijo que se llamó como el argentino. Luego tuvieron una hija que se llamó como la esposa del argentino. Eran razonablemente felices. No echaban de menos Buenos Aires. Los peruanos eran amables con ellos, pagaban bien por las clases de tenis y dejaban buenas propinas. Ahorraron. Consiguieron una licencia para vender alcohol y abrieron un bar en la cafetería del club. Prosperaron. Los peruanos, concluidas sus clases de golf o tenis, se sentaban a comer y las sobremesas se extendían hasta la noche y eran irrigadas por abundantes bebidas alcohólicas. Aquellos señorones atildados eran tan ricos que no tenían que trabajar y por eso pasaban horas en el club, dándose la gran vida, sin prisa ninguna por volver a sus casas.

Con el dinero que ahorró como profesor de tenis y regente del bar del club, el argentino compró una casa con un gran jardín y una pileta, con vistas al campo de golf. No era una mansión, pero tampoco un chalecito, era una casa importante, con pretensiones. El argentino invitó a sus padres y sus suegros a Lima para mostrarles que había tenido éxito. Sin embargo, el país, gobernado por un charlatán de izquierdas que había confiscado los bancos privados, se hundía en el caos, jaqueado por el terrorismo y la hiperinflación. En el club de golf todo lucía espléndido, todos tenían abundante dinero, pero afuera, en el país de verdad, las cosas se veían mal, muy mal. Los socios ricachones del club pasaban más tiempo en Miami que en Lima y tenían sus dineros fuera del país. El argentino se asustó. Decidió vender su casa y mudarse a Caracas. Su amigo, el entrenador de golf, le rogó que no lo hiciera. El argentino no le hizo caso. Estaba convencido de que los terroristas ganarían la guerra y capturarían el poder. Estaba seguro de que el Perú no tenía futuro. Puso su casa a la venta. La ofreció a un precio superior al que había pagado. Como no podía venderla, la ofreció a precio de remate y la vendió, perdiendo dinero. La casa fue comprada por un socio del club, amigo suyo, corredor de autos. El argentino y su familia se mudaron a Caracas. Consideraron volver a Buenos Aires, pero lo descartaron porque la economía argentina, como la peruana, estaba devastada por la hiperinflación.

El argentino eligió Caracas porque allí vivía un hombre muy rico, al que había conocido en el club de golf de Lima, dueño de una fábrica de pegamentos en Lima y otra en Caracas. Era peruano, soltero, sin hijos, y se decía que era gay, rumor que él no se esforzaba en desmentir. También se decía que estaba secretamente enamorado del argentino, chisme que el argentino refutaba, encolerizado, levantando la voz. Lo cierto es que, con la ayuda inestimable del dueño de la fábrica de pegamentos, el argentino y su familia se instalaron en Caracas, en un apartamento alquilado, cerca del Country club. Cansado de dar clases de tenis, el argentino le pidió trabajo a su amigo, el dueño de la fábrica de pegamentos, y fue contratado como gerente de ventas, con un salario en dólares que superaba largamente lo que había ganado en Lima. El pegamento era un producto muy exitoso, se vendía en todas las ferreterías del país, de modo que el argentino no tardó en volver a prosperar. Esta vez no compró una casa, sino un apartamento espectacular, en la parte alta de la ciudad, con vistas a las cumbres verdes del parque El Ávila. Durante diez años, el argentino ganó una fortuna como gerente vendedor de pegamentos y, gracias a la generosidad de su amigo, el dueño del negocio, se hizo accionista de la fábrica. Cuando el dueño murió, víctima de un cáncer fulminante, el argentino heredó las dos fábricas, la de Caracas y la de Lima, lo que multiplicó los rumores de que había sido amante del finado, o cuando menos su amor imposible. De pronto millonario, el argentino se preguntó qué debía hacer con las fábricas que le dejó su amigo. Nuevamente, lo asaltó el miedo. Un teniente coronel venezolano, que había comandado un golpe militar fallido y era amigo del dictador de La Habana, había ganado las elecciones presidenciales, capturado el poder con un discurso de izquierdas y puesto en jaque a los empresarios, que no sabían si confiar en él, subordinarse a él, u oponerse a él. Asustado, el argentino llegó a la conclusión de que el comandante venezolano en el poder era un comunista y tarde o temprano le expropiaría su fábrica de pegamentos. Por eso puso en venta la fábrica, a pesar de que era un negocio que dejaba ganancias nada desdeñables, y la vendió a precio de liquidación.

-¿Y ahora -se preguntó el argentino errante- adónde me voy, adónde nos mudamos?

Su esposa le pidió volver a Lima. Guardaba buenos recuerdos de aquella ciudad, había hecho amigas, tal vez podían comprar la casa que habían vendido al corredor de autos, el Perú había sorteado las amenazas del terrorismo y la hiperinflación y parecía encaminado al progreso. El argentino llamó al corredor de autos y le dijo que quería comprarle la casa. El corredor le pidió diez veces más de lo que había pagado por comprarla. Ofendido, le argentino lo mandó al carajo. Tenía suficiente dinero para comprar aquella casa, pero, si lo hacía, se sentiría el hombre más tonto del mundo por haberla vendido a un precio tan bajo, víctima del miedo. Decidió que vendería también la fábrica de pegamentos en Lima y se retiraría, antes de cumplir cincuenta años. Compró una casa estupenda en las afueras de Buenos Aires, volvió con su esposa y sus dos hijos, puso su dinero en cuentas en dólares en los bancos más sólidos de la Argentina y decidió que pasaría el resto de su vida jugando al tenis y al golf, sus grandes pasiones, en clubes de Buenos Aires. Apenas dos años después, la economía argentina fue sacudida por una crisis severa, los depósitos bancarios fueron confiscados, el presidente renunció y el argentino errante se encontró en una situación absurda, desoladora: tenía millones de dólares en bancos argentinos, pero no podía retirarlos en dólares ni en pesos. Quería pegarse un tiro por haber sucumbido a la nostalgia y regresado a la Argentina. Su esposa rezaba incesantemente y lo confortaba.

-Tanto nadar en Lima y en Caracas, para morir ahogado en las orillas del río de la Plata -se atormentaba el argentino, de pronto despojado de su riqueza, o impedido de disfrutar de ella por culpa de los políticos.

Cuando por fin le devolvieron sus ahorros, ya no en dólares, sino en pesos, había perdido más del sesenta por ciento de su dinero. De nuevo, se sintió el hombre más tonto del mundo. Una vez más, tuvo miedo, miedo al futuro, y decidió que debían irse de la Argentina, un país que, decía, furioso, era como una gran señora que te seducía y luego, mientras dormías, tras acostarte con ella, te robaba, dejándote esquilmado.

Resignados a que la suerte les era tercamente elusiva, deseosos de vivir en un país razonable, predecible, con futuro, el argentino y su esposa transfirieron su dinero a cuentas bancarias en Chile, consiguieron permisos de residencia como inversionistas, vendieron la casa en las afueras de Buenos Aires, perdiendo dinero por comparación con lo que habían pagado al comprarla, y se instalaron en Chile, un país que, decían, se encontraba ya en los umbrales del primer mundo, muy a la vanguardia de la Argentina. Compraron un apartamento, se hicieron socios de un club de golf y adquirieron unas farmacias en el barrio mesocrático de Providencia, no muy lejos de Las Condes, donde vivían. Sus hijos, sin embargo, se quedaron viviendo en Buenos Aires. Pasaron los años. Ya nunca volvieron a ser tan ricos. Envejecieron sin sobresaltos. La esposa del argentino murió de cáncer, con la tranquilidad reservada a los creyentes de buena entraña que esperan una recompensa. Viudo, amargado, cerca de cumplir setenta años, haciendo cuentas de todos los dineros que había perdido por vender casas y negocios bajo el influjo del miedo, y por haber confiado en los bancos de su país, el argentino se volvió solitario, ensimismado, dejó de frecuentar a sus amigos y raramente acudía al club, pero ya no a jugar al tenis ni al golf, sino a beber un escocés tras otro. Las farmacias, por suerte, dejaban ganancias, aunque no tantas como el argentino había calculado cuando las adquirió. Recientemente, el argentino pasó unos días en Buenos Aires, alojado en el apartamento de su hijo, durmiendo en el sofá cama de la sala, y vaticinó en tono sombrío, apocalíptico, que la Argentina se hundiría en el caos y la miseria, puesto que, muy a su pesar, los peronistas volverían al poder.

-Menos mal que vivo en Chile, que es primer mundo -le dijo el argentino a su hijo.

Luego volvió a Chile y se sintió un visionario o un perseguido o un desdichado por haber escapado de la Argentina de los militares, del Perú del primer Alan García, de la Venezuela del comandante Chávez y de la Argentina del corralito, para terminar en Chile, un país que, decía, era serio, seguro, confiable. Hasta que hace pocas semanas vio, desconcertado, perplejo, en la soledad de su apartamento en Las Condes, Santiago, Chile, cómo unos jóvenes enmascarados destruían y quemaban todo lo que encontraban a su paso, reclamando un futuro más justo. Las farmacias del argentino en el barrio de Providencia fueron saqueadas y destruidas, la policía no hizo nada para impedirlo. El argentino no las tenía cubiertas por una póliza de seguros, perdió una fortuna en mercaderías hurtadas. Todavía tenía un dinero en bancos chilenos, no estaba completamente arruinado. Sin embargo, se sentía el hombre más desafortunado del mundo, un tipo que convocaba siempre la mala suerte. Recogiendo los vidrios rotos en su farmacia chilena, haciendo cuentas del desastre, el argentino sufrió un infarto fulminante. Lo último que pudo ver, tumbado en el piso, fue un frasco de hipnóticos a su lado, cuya fecha de expiración era la del mismo día en que el argentino errante estaba a punto de dejar de respirar: 28 de octubre de 2019.

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