El verdadero origen de la blasfemia española no es la camaradería del borrachín ocurrente sino la nauseabunda celebración de quienes experimentaban el máximo placer al contemplar a curas despedazados arrojados a los perros, viejecitas quemadas vivas en su iglesia con el rosario entre los dientes, y monjas violadas hasta la muerte. Sí. Como herencia de sus peores demonios, la Guerra Civil popularizó hasta la exageración la blasfemia en España y, en consecuencia, en el español de todo el mundo. La insistencia en el empleo del nombre de Dios como sustitutivo del taco, así como el insulto a Cristo, a la Virgen, o a los santos, se propagó intencionadamente en torno 1936 como distintivo de odio de un bando contra el otro tan pronto como los más miserables descubrieron que es en la injuria a lo más íntimo de la persona donde más dolor se causa. En pirueta de asimilación cultural, lo que un día fue pasaporte de odio anticristiano, hoy se ha convertido en expresión socialmente aceptada y de apariencia inocua, que es como suelen presentarse los venenos más nocivos.
Todavía hoy los extranjeros que visitan España se espantan al descubrir la indulgencia que mostramos hacia la extendidísima blasfemia española, que en nuestro caso supera en ordinariez al tipo que se hurga las pelotas en público, al que declara la guerra al desodorante, o al zampabollos que se abalanza antes que nadie sobre la fuente de pasteles ante el estupor del resto de los invitados. Si algo puedo asegurar a los aspirantes a reyes y reinas de la belleza este verano es que la blasfemia es cualquier cosa menos sexy.
No me resulta sencillo escribir estas líneas. No en vano, grandes amigos míos, elegantes, inteligentes y extremadamente educados, incorporan a sus conversaciones ociosas las más aterradoras blasfemias, con esa mezcla de escatología, ordinariez y odio al cristiano, que han hecho propias del modo más antinatural, pues tal despliegue de vulgaridad no se encuentra en ningún otro aspecto de su personalidad. Conociendo su fe, sus virtudes de origen inequívocamente cristiano, y su bondad natural, esa palabrería de animal poseso resulta en su boca más ridícula que ofensiva, aunque obviamente ofende y entristece a todo cristiano que lo escucha, y en general a cualquier amante de la educación y la belleza, tenga o no tenga fe. Con buen criterio los cristianos viejos –único modo de cristianismo que hoy puede abrazar un joven sin parecer idiota– responden internamente a cada blasfemia de la calle con una letanía de desagravios: bendito sea Dios, bendito sea su Santo Nombre, bendito sea el Nombre de María, Virgen y Madre.
La idea de la blasfemia, además de agraviar al creyente, es desafiar a Dios para demostrar su inexistencia. Aunque bien pensado, la tozuda insistencia en la blasfemia a través de los años solo inclina las sospechas hacia la existencia de Dios, porque no nos tomaríamos tanta y tan variada molestia en negar algo que no existe. Lo asombroso del insulto a Dios es esto: si existe, no parece que blasfemar sea buena idea; si no existe, no parece que blasfemar tenga sentido.
En algún punto aciago de nuestra miseria evolutiva, el español asumió las blasfemias más espantosas como algo natural, dejando de estar reducidas a hombres embrutecidos, sin cultura ni educación, alérgicos a los libros. Si acaso cabría preguntarse el porqué del éxito contagioso de la blasfemia, teniendo como tiene el español tan nutrido catálogo de palabrotas en las que no se maltrata a Cristo y a quienes, pecadores, tratamos de seguirlo. Y el éxito se debe en exclusiva a su poder destructor: no olvidemos que el lenguaje normaliza, se adhiere a los principios y los moldea, y forja el pensamiento. Visto así, de existir Satanás, se me ocurren pocas cosas más eficaces para sus objetivos que la trivialización de la blasfemia para lograr una negación masiva y diaria de Dios. Tal es la gravedad y el desprecio de esta patética costumbre.
Comprendo que recordar todo esto incomoda a esos teólogos de nuevo cuño que creen que es posible salvar a las almas cambiando los confesionarios por contenedores de reciclaje de plástico, pero siempre conviene recordar –y recodarnos– el poder destructor y bárbaro de la blasfemia, por más trivial que sea el tono en que se pronuncia. En definitiva, querido amigo, no es este asunto de creyentes y no creyentes sino de urbanidad y de sensibilidad. Que no te engañen con el pretexto de modas lingüísticas, con matices sobre el significado real de las palabras que empleamos coloquialmente, o con peroratas sobre la infinita misericordia de Dios hacia quienes le insultan sin descanso y no hacen nada por evitarlo: la blasfemia es solo el arma silenciosa de quienes desean hacer del mundo un lugar peor. Tú decides con quién vas en esta batalla.