Llegué al aeropuerto de Guayaquil un jueves a medianoche en vuelo procedente de Miami. Entregué mi pasaporte azul de los Estados Unidos al agente uniformado de migraciones. Su primera pregunta me sorprendió:
Llegué al aeropuerto de Guayaquil un jueves a medianoche en vuelo procedente de Miami. Entregué mi pasaporte azul de los Estados Unidos al agente uniformado de migraciones. Su primera pregunta me sorprendió:
-¿Cuándo fue la última vez que vino al Ecuador?
-No lo recuerdo con exactitud -dije-. Pero creo que fue hace veinte años.
En efecto, veinte años atrás había presentado un monólogo teatral en clave de humor en un hotel de Guayaquil.
-¿Entró con pasaporte de Estados Unidos o del Perú? -preguntó el oficial.
-No lo recuerdo -dije.
-En el sistema figura que entró con pasaporte del Perú -me dijo.
-Pues si eso dice el sistema, así debió ser -dije.
-¿Y por qué ahora no viaja con su pasaporte peruano? -preguntó.
-Hace años que solo viajo con el pasaporte de Estados Unidos -dije-. Mi pasaporte peruano expiró hace mucho. Ya no lo uso.
-En Ecuador no admitimos la doble nacionalidad -dijo él.
Me sorprendió el comentario.
-¿Y ahora dónde vive? -me preguntó.
-En Miami -dije.
-¿Hace cuánto tiempo? -preguntó.
-Hace treinta años -respondí-. Me hice ciudadano de los Estados Unidos en 1997, hace más de veinticinco años.
-Pero en 2003 usted entró al Ecuador con pasaporte peruano -observó el agente.
-No lo recuerdo -dije.
-¿Cuál es su estado civil? -me sorprendió.
Pensé unos segundos antes de responder:
-Casado.
-En el sistema dice que usted es divorciado -dijo el agente.
-Bueno, hace veinte años era divorciado, pero he vuelto a casarme -expliqué.
-¿Y por qué ya no viaja con su pasaporte peruano, si usted es peruano? -preguntó.
-Porque es más cómodo viajar con el pasaporte de Estados Unidos, pues también soy ciudadano estadounidense -dije.
-Ecuador no admite la doble nacionalidad -repitió, tozudo.
Luego preguntó:
-¿Cuál es el propósito de su visita?
-Vengo invitado a la feria del libro.
-¿Dónde se va a alojar?
-En el hotel del Parque.
-¿Hasta cuándo se quedará en el Ecuador?
-Hasta el domingo. Solo tres días.
Selló mi pasaporte con cierta renuencia y enseguida me lo entregó, como si estuviese haciéndome un favor.
Tres días después, el domingo por la mañana, volví al aeropuerto de Guayaquil para tomar el vuelo de regreso a Miami. Le entregué mi pasaporte azul de los Estados Unidos a una agente uniformada. A juzgar por su mirada, me reconoció enseguida. Tan pronto como abrió mi pasaporte, empezó a tomarle fotos con su teléfono celular. Luego escribió unos mensajes.
-¿Cuándo entró al Ecuador? -preguntó.
-El jueves a medianoche -respondí.
Miró largamente la pantalla, miró su celular, me miró con una sonrisa torcida y dijo:
-Acá en el sistema figura que entró con pasaporte del Perú -dijo.
-No, es un error -dije.
-Tiene que salir con el mismo pasaporte con el que entró -dijo ella-. Si entró con pasaporte peruano, debe salir con ese mismo pasaporte.
-Es un error -le dije-. Entré con el pasaporte de Estados Unidos que tiene usted en sus manos.
-No es lo que me aparece en el sistema -insistió ella.
-Es imposible que haya entrado con el pasaporte del Perú -le dije-. Porque no he viajado con ese pasaporte. Solo he traído mi pasaporte de Estados Unidos.
Luego la agente dijo:
-Ecuador no admite la doble nacionalidad. Si entra como peruano, debe salir como peruano.
-Comprendo -le dije-. Pero si hubiese traído el pasaporte peruano, si lo tuviese conmigo, ya se lo habría entregado, ¿no cree?
Me miró con una sonrisa extraña que podía ser de hostilidad o de simpatía. Tenía un gesto raro, inescrutable. Parecía estar disfrutando de tan improbable interrogatorio.
-Por favor, vea con cuidado mi pasaporte de Estados Unidos -le dije-. Allí verá que un colega suyo selló ese pasaporte cuando entré el jueves a medianoche.
Pero ella no lo revisó. Le tomó más fotos. Escribió otros mensajes. Me dijo:
-¿Vino a hablar de política?
-No realmente -respondí-. Vine a hablar de mi novela.
Me miró como si no me entendiera.
-Pero he dado muchas entrevistas y es inevitable terminar hablando de política -añadí.
-Correa es la peor lacra del mundo, ¿no es cierto? -preguntó ella.
Me pareció un comentario inapropiado para una agente de migraciones.
-Si usted lo dice -me replegué, olfateando el peligro.
Hojeó una vez más mi pasaporte, no trató de buscar el sello, siguió sonriéndome como si estuviésemos en una fiesta o una cita amorosa y luego me dijo:
-Se encuentra en situación irregular. Tiene que salir con el pasaporte peruano con el que ingresó.
-¡Pero ya le dije que no entré con pasaporte peruano! -me impacienté-. ¡No he traído ese pasaporte! ¡Expiró hace años y no lo renové!
-Vamos a evaluar su caso -dijo, y volvió a sonreír con un brillo malicioso.
-Me van a retener un par de horas -pensé-. Me van a humillar solo porque pueden hacerlo. Me van a hacer perder el vuelo a Miami.
Seguí esperando. No había nada que podía hacer. No podía llamar a unos amigos a pedirles ayuda porque no tengo amigos y si los tuviera no tendría sus teléfonos.
-¿Cuál es su estado civil? -preguntó, tras un largo silencio.
-Casado -respondí, secamente.
-En el sistema figura divorciado -discrepó.
La miré con abierta hostilidad y dije:
-¿Qué insinúa? ¿Qué entré hace tres días como divorciado y me he casado en Guayaquil?
Me miró seriamente. No sonrió.
Minutos después, recibió una llamada, hizo un gesto dócil o sumiso de obediencia, selló mi pasaporte y me dejó salir.
Cuando el avión despegó una hora más tarde, sentí un profundo alivio.
No sé si el interrogatorio fue una negligencia o impericia del sistema de migraciones, o una represalia de mis enemigos políticos para intimidarme.