-El miércoles a las tres de la tarde tenemos que ir al colegio de nuestra hija -le dice a Barclays su esposa Silvia.
-El miércoles a las tres de la tarde tenemos que ir al colegio de nuestra hija -le dice a Barclays su esposa Silvia.
-Imposible -responde Barclays, ofuscado-. Tengo una reunión de trabajo a esa hora. No puedo ir.
-¿Una reunión de trabajo? -se sorprende Silvia-. ¿Con quién?
-Con unos ingleses -responde Barclays.
-¿Con unos ingleses? -desconfía Silvia-. ¿Han venido a Miami? ¿Es gente de televisión?
-No, no vamos a hablar de televisión -aclara Barclays-. Vamos a hablar de fútbol.
Silvia mira en los ojos a su esposo y pregunta:
-¿Me estás cargando? ¿Me estás tomando por tonta? ¿Por qué mejor no me dices que eres un ocioso y que no quieres ir al colegio de tu hija?
-Me encantaría ir -se defiende débilmente Barclays-. Pero tengo una cita con los ingleses.
-¿Qué ingleses? -se enfurece Silvia- ¡Qué ingleses!
-Los del Chelsea -se sincera Barclays-. Juegan con el Madrid. Cuartos de final de la Champions. Juegan en Londres, en Stamford Bridge.
Crispada, Silvia levanta la voz:
-¿Me estás diciendo que no vas a ir al colegio de tu hija porque tienes que ver un partido de fútbol?
-Sí -responde Barclays-. Eso mismo. No pienso perderme el partido. Lo siento. Mil disculpas.
-¡Eres un pésimo papá! -sentencia Silvia.
-Puede ser, sí -se repliega Barclays.
-¡Es el nuevo colegio de tu hija! -prosigue Silvia-. ¡No lo conoces! ¡Los profesores quieren conocerte! ¡Tu hija irá siete años a ese colegio! ¿No te parece que eso es más importante que ver un estúpido partido de fútbol? ¿O tienes un hijo que juega en ese partido?
-No es un partido estúpido -discrepa Barclays-. Es un gran partido. Y no juega mi hijo: ¡juego yo! ¡Juego por el Madrid!
-¡No seas idiota, por favor! -se enfada Silvia-. ¡Tú no juegas!
-¡Cuando miro, juego! -postula Barclays.
-Me das pena -resume Silvia, y se retira, contrariada.
La hija de Silvia y de Barclays, Zoe Barclays, ha completado cinco años en el colegio público cercano a la casa de sus padres, se ha sometido a unos exámenes muy severos durante meses y ha logrado la proeza de entrar en una de las mejores escuelas privadas de la ciudad. Comenzará clases a finales de agosto. Con suerte, estudiará los próximos siete años en esa escuela. Ahora, el miércoles a las tres de la tarde, los padres de esa promoción, sexto grado, están citados para conocer la escuela. Qué mala suerte que nos han citado el día del partido, se lamenta Barclays. Cómo se nota que no les importa el fútbol europeo.
Puede que Barclays sea un hombre de éxito, aunque eso siempre es discutible. Ha publicado un puñado de novelas, podría afirmar que es un escritor. Produce y dirige un programa de televisión, le gusta gobernar el mundo desde aquella tribuna deslenguada, podría decir que es un periodista. Vive en una casa bonita, no le debe plata a nadie, duerme diez horas cada noche, viaja con frecuencia, podría decir que es un hombre libre, que vive la vida que ha elegido libremente. No vive en el país en que nació, está orgulloso de haberse ido, haber tomado otra nacionalidad, de que sus tres hijas sean ciudadanas de los Estados Unidos y vivan en ese país.
-Papá, quiero que vengas conmigo el miércoles a mi nuevo colegio -le dice a Barclays su hija Zoe.
-Es que tengo un partido de fútbol, mi amor -dice Barclays, avergonzado de sí mismo, rebajado a su bárbara condición de fanático del fútbol.
-Si no vienes, voy a estar muy triste -dice Zoe.
-Entonces iremos juntos -anuncia Barclays.
Ha perdido. Se ha rendido. Irá al nuevo colegio con su esposa Silvia y su hija Zoe. Ellas tienen razón, debe ir. Pero no por ir, dejará de ver el partido. Encontraré la manera de hacer ambas cosas a la vez, malicia Barclays: iré al colegio y, al mismo tiempo, veré el partido.
¿Es Barclays hincha del Madrid y por eso no quiere perderse el partido? No. ¿Es hincha del Atlético de Madrid y sufrió al verlo caer en Manchester? Tampoco. ¿Es del Barcelona, o del Villareal? No, no. Barclays no es hincha de nadie, pero ama el buen fútbol y la Champions es un mundial de clubes donde juegan los mejores. Como en las dos últimas copas europeas ganaron el Chelsea y el Liverpool, le gustaría que ahora se alzase con el triunfo un club español.
El miércoles a las dos de la tarde, bañado, peinado y con traje y corbata, Barclays enciende la camioneta y esconde a su lado una tableta liviana.
-Es demasiado temprano para salir -dice Silvia.
-Mejor salir temprano -dice Barclays.
-Pero llegaremos en veinte minutos.
-No creo. A esta hora ya hay tráfico. Llegaremos en media hora.
Llegan al colegio faltando media hora para que comiencen la ceremonia académica y el partido de fútbol en Londres. Se identifican, reciben sus credenciales, eligen una banca a la sombra. Barclays se hace el despistado, disimula su afán de ver el fútbol, celebra lo grandes y estupendas que son las instalaciones del colegio.
Tan pronto como abren las puertas del auditorio principal, Barclays elige la última fila, a la izquierda, y un asiento en el pasillo, para estirar los pies. A las tres en punto, comienza la ceremonia. Hay unos cien niños en el teatro, acompañados de sus padres y otros familiares. Todos están contentos, orgullosos de estar allí, eufóricos de haber entrado. Comienzan los discursos. Hablan las autoridades del colegio. Dan la bienvenida a los alumnos. Hacen bromas. Revelan su desbordante inteligencia y simpatía. Barclays siente que está en un club académico muy exclusivo. Se alegra por su hija.
Pero, discretamente, y al mismo tiempo, mira de soslayo la tableta, el partido de fútbol con el volumen apagado. Quiere que gane el Madrid. ¿Por qué, si no es hincha del Madrid? Porque el Chelsea es de un ruso, Abramóvich, que hizo su fortuna a la sombra del dictador ruso Putin. Barclays odia a Putin. Desea que sea removido del poder, juzgado por crímenes de guerra, encarcelado. Desea que sea removido de la vida misma, si ello trae el fin de la guerra y la vuelta de los soldados rusos a casa. Por eso quiere que gane el Madrid. Porque el Chelsea está manchado de dinero ruso de origen turbio. Y porque el Chelsea ya ganó el año pasado. Y porque el entrenador del Chelsea tiene mal aspecto, mala cara.
Por eso, cuando Benzema hace un taco y Vinícius se pierde un gol cantado, Barclays se enfurece con el brasileño y masculla en voz baja una procacidad contra él. No está atento a los discursos. Sigue minuciosamente el juego. Oye los discursos sin escucharlos del todo, pero mira atentamente el partido. Su hija no advierte que Barclays está siendo desleal al espíritu de la ceremonia. Su esposa Silvia solo lo advierte cuando Vinícius centra en medio de la lluvia, Benzema conecta un soberbio cabezazo y el Madrid convierte el primero:
-¡Qué golazo! -se alegra Barclays, olvidando que está en el colegio de su hija, pensando que está en Stamford Bridge-. ¡Qué pedazo de jugador es Benzema!
Alguna gente voltea y mira a Barclays, reprobando su comentario. Silvia mira a su esposo y le pregunta al oído:
-¿Estás viendo el fútbol?
-No, mi amor -miente él-. Solo los goles.
-Eres un desastre -dice ella-. Eres una vergüenza. Apaga el puto partido, por favor.
Pero Barclays no le hace caso. Ya está allí. Ya está oyendo los discursos. Ya cumplió. Siente que tiene derecho de espiar el fútbol, fisgonear los goles, asomarse tímida y furtivamente a la emoción de la Champions. Por eso, pocos minutos después, cuando Modric lanza un centro preciso y de nuevo Benzema se eleva y conecta un cabezazo perfecto, Barclays se olvida de todo y dice, sin gritar, con voz muy bajita:
-¡Gol, carajo, gol! ¡Qué golazo!
De nuevo algunos adultos circunspectos lo miran con ánimo de amonestarlo y hasta cancelarlo, así que anuncia que va al baño, sale deprisa, se sienta en una banca a la sombra y ve la repetición del segundo gol del Madrid. El partido parece sentenciado, piensa. El Madrid, con Benzema a este nivel, llegará a la final. Cómo estará arrepintiéndose Cristiano Ronaldo de haberse marchado del Madrid.
Luego Barclays va al baño, se demora, disfruta de unos minutos del partido. Alcanza a ver el descuento del Chelsea, un bonito gol de cabeza de Havertz. A continuación, regresa al auditorio.
Prosiguen los discursos de las autoridades académicas. La ceremonia dura hora y media. Hablan numerosos profesores. Explican sus planes. Barclays celebra que su hija esté en un colegio tan inteligente, que cultiva la excelencia, que estimula las artes, que ofrece muchos deportes. Es la élite de la élite, piensa. Yo, a este colegio increíble no hubiera entrado ni con una beca, se dice a sí mismo.
Al salir, Barclays camina atropelladamente al comedor, dejando atrás a su esposa y a su hija. Es el primero en asomarse a las mesas de comidas, con malos modales. Sin vacilar, se empuja tres croissants de jamón y queso, varios palitos de melón con jamón serrano, una sinfonía de tequeños grasosos y una obscena variedad de quesos con uvas. Calmado su apetito, se distancia de la gente, se acomoda en una mesa afuera, en las sombras, y alcanza a ver el error del portero del Chelsea y el tercer gol de Benzema, del Madrid. Cuando se acerca su esposa, esconde la tableta, sonríe mansito y le dice:
-Amor, ¿podrías traerme más medialunas de jamón y queso, que estoy a punto de desmayarme de hambre?
-¿Sigues viendo el fútbol? -pregunta ella.
-No, ya terminó -miente él.
-¿Viste qué genial el restaurante del colegio? -dice su esposa Silvia-. ¿Viste la calidad de la comida que sirven?
-Sí, todo delicioso -dice él-. Pero para lo que pagamos…
-¡Ya, no comiences con tus quejas! -lo interrumpe ella.
Apenas ella se va, Barclays vuelve al fútbol. Sin decirles nada a su esposa y su hija, ha decidido que el mundial de fútbol no lo verá en Doha, Qatar, sino en Buenos Aires, Argentina. Ama ver los mundiales en esa ciudad. De pronto, es un argentino más.