Un hombre bajo, corpulento, venezolano, de formación militar, con cara de bonachón, me cita en un café cercano a mi casa, bajo la promesa de darme información valiosa sobre la dictadura de su país. Algo renuente, porque no me gusta salir de casa, y menos para hablar de política, algo que ya hago todas las noches en la televisión, voy al café a la hora pactada. Espero que no sea un espía, pienso. No iré al baño, por temor a que envenene mi café o mi jugo, me digo. No le creas nada, me recuerdo.
-¿Usted puede conseguirnos el veneno?
Sorprendido, le digo que en mi casa no guardo veneno para matar humanos y nunca he comprado veneno de ese poder letal y no sé dónde conseguirlo y, aun si lo supiera, no podría comprar veneno y dárselo, pues me temo que eso podría configurar un delito. Impermeable a mi razonamiento, me dice los tres tipos de veneno en polvo que necesita y me asegura que, si consigo el veneno, lo meterá en Venezuela y lo hará llegar a las manos del empleado doméstico que está impaciente por dar de baja al general.
Luego, impertérrito, casi susurrando, me pide dinero. Dice que necesita enviarlo a Colombia para ayudar a unos amigos militares que escaparon de Venezuela y ahora pasan hambre. Menciona una cifra no menor. Me dice que es urgente. Quiere que le entregue el dinero al día siguiente. Le digo que me lo pensaré y lo llamaré. Pero no hay nada que pensar. No le daré el dinero. No lo llamaré. Cuando nos despedimos, me dice:
-Mi hija tiene mucha ilusión de conocer a su hija.
Me sacude un ramalazo de temor, me recorre un escalofrío. No quiero volver a verlo, pienso. Pero el hombre regresa dos veces, no ya al café, sino al canal donde hago mi programa. Me recuerda que está esperando el veneno y el dinero. Me hago el desentendido y luego le pido al guardia de seguridad que por favor evite que ese señor me embosque en los pasillos de la televisora, una vez concluido el programa.
Un señor mayor, delgado, intenso, fogoso, cubano, ex preso político, que viene todas las noches a ver el programa como parte del público, y se sienta en una silla plegable y participa con entusiasmo, aplaudiendo y opinando durante los cortes publicitarios, me pide una noche, con la mirada incandescente y urgida de un fanático en una misión, que le haga un gran favor.
-Quiero traer a mi hija de Cuba -me dice-. Quiero que me ayudes a sacar a mi hija de Cuba.
Luego me dice que su hija tiene casi cincuenta años, vive en un pueblito de Cuba, tiene tres hijos, todos los cuales viven en Miami, y no sabe cómo sacarla de Cuba porque la embajada de los Estados Unidos en La Habana está cerrada. Le pregunto cómo puedo ayudarlo, cómo cree que puedo sacar a su hija de Cuba.
-Tú tienes amigos en el gobierno de Trump -me dice-. Habla con ellos.
En realidad, no tengo amigos poderosos en el gobierno. Aun si los tuviera, no me atrevería a molestarlos, pidiéndoles un favor de esa naturaleza. Pero no los tengo.
Le prometo a mi amigo que haré un par de llamadas. Hago las llamadas. No hay respuesta. Nadie puede o nadie quiere ayudarme. Es comprensible.
Entonces mi amigo vuelve a la carga y dice:
-Habla con tu amigo, el presidente de Colombia. Habla con el canciller. Son tus amigos. Pídeles que nos ayuden.
Conmovido por la desesperación de ese señor por ver a su hija después de tanto tiempo, hablo con mis amigos colombianos: el secretario del presidente y una asistente del canciller. Ambos me ayudan con enorme generosidad. Sugieren que la señora vaya a la embajada colombiana en La Habana y pida la visa de turista. Así ocurre. En pocos días, le dan la visa. Luego la mujer viaja a Bogotá. Ahora mismo está en Bogotá. Pero no tiene visa para venir a los Estados Unidos. El señor del público, su padre, el cubano fogoso, me dice:
-Mi hija no puede quedarse en Bogotá. Hay que sacarla de Colombia. Hay que traerla a Miami.
Le sugiero que la mujer vaya a la embajada de los Estados Unidos en Bogotá y pida la visa.
-No se la van a dar -dice el cubano fogoso-. Tienes que llamar al embajador tú mismo y pedírselo como un favor personal. Si no lo llamas, no le darán la visa.
Me comprometo a llamar al embajador, aunque no sé si tendré la temeridad de hacerlo, pues no lo conozco y quizás sería inapropiado hacer esa llamada. Sin embargo, la causa me parece justa y sería deseable que esa pobre mujer se reuniese con sus tres hijos y su padre en Miami y no tenga que volver a Cuba. No depende de mí. Depende de que los norteamericanos le den la visa. No creo que se la concedan si yo lo solicito, no tengo ese poder. Es más, me temo que, si hago la llamada, podría perjudicarla. Por eso no llamo al embajador y espero. Pero mi mujer, enterada de todo el culebrón, se enfurece con el cubano fogoso y me dice que está loco, que es un fresco y un desubicado y un majadero, cómo se le ocurre pedirme esa clase de favores. El público es así, le digo. La gente siempre quiere algo, siempre te pide algo, intento calmarla.
Llega el fin de semana y vienen a visitarnos dos amigos mexicanos de mi esposa. Viven en Tulum, Mexico. Conocen a mi esposa porque asistieron juntos al colegio en Lima. Son amigos de toda la vida. Le hacen creer a mi esposa que vienen a vernos porque la extrañan. Pensamos que será una visita sentimental, afectuosa. Pero, una vez sentados en las sombras de la terraza de nuestra casa, nos sorprenden. Sin perder tiempo, pasan a hablar de negocios. Han construido un hotel en Tulum. Nos muestran las fotos. Nos dicen que el hotel es un éxito. Están orgullosos. Los felicitamos. Como están tan contentos, quieren construir dos hoteles más en tierras colindantes al hotel que ya operan con buena fortuna. No tienen el dinero para construir esos dos hoteles. Necesitan dinero. Por lo visto, llevan prisa. Quieren hacer los dos hoteles este mismo año y terminarlos en diciembre como muy tarde. Me sorprenden su impaciencia y su premura. También me sorprende que, recién habiéndome conocido, pidan dinero prestado. Se comprometen a pagarlo en tres años. Ofrecen pagar una tasa de interés razonable, quince por ciento. Los escucho con atención porque ambos son muy inteligentes, casi diría que brillantes. Además, me caen bien, tienen un aire hippie, relajado, bohemio. Les cuento que hace años invertí un dinero en un edificio en construcción y ese edificio nunca terminó de construirse y perdí mi dinero. Por eso, les digo, desde entonces no pongo mi dinero en nada que no pueda ver, tocar, recorrer, escudriñar. Quedé traumado, les digo. Es horrible que te estafen porque te sientes un idiota, les confieso. Me prometí nunca más comprar aire, promesas, les digo. Todo lo cual es verdad. Ellos, muy listos, me dicen que, si les presto el dinero, me darán como garantía colateral sus acciones en el hotel que ya funciona con éxito. Les digo que es una propuesta interesante, me la pensaré y les daré una respuesta cuanto antes. Se marchan contentos. Me han caído bien. Pero me han sorprendido: pensé que venían a conversar con mi esposa, y en realidad venían a hacer negocios conmigo. A la noche lo hablo con mi esposa. Ella se opone tajantemente. Me prohíbe en términos enfáticos que les preste dinero o me asocie con ellos. Me recuerda que yo nunca me he asociado con nadie, ni siquiera con nuestro vecino tan querido, y cuando he prestado dinero en mi familia, las cosas han terminado mal, siempre mal. Por favor no les des plata, me pide mi esposa. Es prudente, es juiciosa, quiere protegerme, no quiere quedar expuesta y avergonzada si luego sus amigos me fallan o no pueden pagarme. Además, yo no conozco Tulum y a duras penas conozco a sus amigos. Así las cosas, les escribo en términos cordiales, diciéndoles que por razones personales prefiero no seguir adelante con nuestras conversaciones. Me piden que reconsidere mi postura. Ofrecen una tasa de interés más alta. Hago números. Me siento un usurero. Si me pagan en tres años el capital y los intereses, sería un buen negocio, ganaría un dinerillo, el veinte por ciento del monto prestado. Pero ¿y si las cosas van mal, se tuercen, y no terminan el hotel, o lo terminan y no deja ganancias, y no pueden pagarme en tres años? Mi mujer me dice:
-Tú no necesitas más plata. Necesitas menos problemas. Si les prestas plata, vas a tener un problema más los próximos tres años. No lo hagas.
Una noche viene al estudio un joven peruano. Es muy guapo. Lo acompaña una joven uruguaya. Es preciosa. Hacen una pareja llamativa por su belleza. El peruano me dice que vive en la isla en la que yo también vivo. Le doy mi correo. Semanas después, me escribe y propone vernos para tomar un café. Me sorprende. Se lo cuento a mi mujer. Ella ve fotos del joven en las redes sociales. Coincide conmigo en que es muy guapo. Me pregunta si será gay. No creo, le digo. Vino con una chica linda que parecía su novia, le digo. De todos modos, voy al café de la isla a reunirme con el joven tan guapo. No es exagerado decir que voy porque es muy guapo y me ha visitado en el estudio y entonces, en cierto modo, me siento en deuda con él. Pero si me hubiese visitado en el programa y no fuese tan guapo, seguramente no estaría reuniéndome con él para tomar un café. El joven llega acompañado de otro joven peruano. Ambos son muy animados, muy entusiastas. Me caen bien. Hablan con pasión de política. No se pierden mi programa. Me siento halagado. Pero también me siento su tío: tienen veintitrés años. Yo tengo cincuenta y cuatro. Les llevo ¡treinta años! Me preguntan por mi esposa. Les cuento que es muy deportista y es escritora y ama vivir en la isla y por suerte no extraña Lima. Uno de ellos me alcanza mi más reciente novela y pide que se la firme. Me siento honrado de que ese joven brillante, locuaz y encantador pierda su tiempo leyéndome. Se la firmo con mucho cariño. Les pregunto si quieren proponerme algo. Me dicen que trabajan en un banco y tal vez podrían sugerirme algunos vehículos financieros para invertir. Les digo que me escriban. Me voy deprisa porque debo llegar al canal y a esa hora el tráfico es mortal. Llamo a mi esposa y le digo:
-Es una lástima, pero el chico lindo no era gay.