Durante años hablamos del narcoestado como exageración, como acusación, como denuncia moral. Hoy ese concepto ya está quedando corto. Lo que está ocurriendo con Venezuela —y lo que empieza a salpicar a Colombia— es algo más grave: el crimen organizado dejó de infiltrar el Estado y pasó a convertirse en Estado.
No hablamos de carteles que sobornan funcionarios, sino de funcionarios que convierten al Estado en cartel. El Cartel de los Soles ya no es un grupo clandestino, es una estructura criminal señalada como organización terrorista internacional, dirigida —según expedientes, testimonios y agencias internacionales— por altos mandos militares y políticos del régimen venezolano. No operan desde la sombra, sino desde el poder.
Esa designación no es simbólica. Es una línea roja. Le permite a Estados Unidos tratar a ese régimen con las mismas reglas que se aplican a Al Qaeda o a ISIS. No es narcotráfico, es narco-terrorismo, y eso abre la puerta a operaciones militares, sanciones profundas, bloqueo financiero y persecución internacional. Es decir, ya no se persigue un cartel. Se persigue un gobierno que actúa como cartel.
Y en medio de ese tablero aparece Colombia, no como víctima, sino como actor. Gustavo Petro tomó la decisión de colocarse frente a Washington y alinearse, al menos discursivamente, con el mismo régimen que hoy está bajo la lupa internacional por vínculos con el narco-terrorismo. No buscó distancia. Buscó proximidad y protagonismo.
Petro no hizo una nota diplomática. Hizo una denuncia pública internacional. Acusó a Estados Unidos de cometer crímenes, pidió investigación contra Trump, rompió cooperación de inteligencia y suspendió acuerdos estratégicos que habían sido pilares de la seguridad regional durante décadas. En otras palabras, apostó a la confrontación, sabiendo que su aliado histórico ya no le cree, no lo escucha y —peor aún— lo mira con desconfianza.
Para Washington, Colombia deja de ser un aliado confiable y empieza a parecer una ficha movediza, con discurso radical y simpatías incómodas. No lo dice diplomacia; lo demuestra con hechos: reducción de cooperación, señales de distanciamiento y operaciones militares directas en el Caribe sin consultar a Bogotá, como se solía ocurrir.
La lectura estratégica es clara, Estados Unidos entiende que la amenaza ya no son solo los carteles que operan al margen de la ley. La amenaza son los gobiernos que protegen, facilitan y operan esas redes desde el poder.
Y ahí está el verdadero quiebre. Esto ya no es narcotráfico. Esto ya no es corrupción. Esto es Estado-cártel. Un modelo político donde el delito no se esconde, se institucionaliza. Donde el poder ya no combate al crimen, lo representa. Donde la frontera entre gobierno y organización criminal se borra hasta desaparecer.
Y es ahí, en ese punto crítico, donde Colombia tiene que decidir quién quiere ser. No por ideología, no por izquierda o derecha, sino por algo mucho más básico: ¿de qué lado estamos frente al crimen organizado cuando el crimen ya no opera desde la selva, sino desde los palacios presidenciales?
De eso estamos hablando. No del narco de los años 80. No del Cartel de Medellín o el de Cali. Sino del cartel que firma decretos, nombra embajadores, controla elecciones y se sienta en la ONU.
El enemigo ya no está huyendo de la justicia. Está gobernando y tiene banda presidencial.