Los platicerios, esos hermosos helechos que permiten ser colgados cual ahorcados elegantes, llegaron a la isla desde África, como complementos del sueño de un emprendedor de apellido Fox. Se dieron bien entre boleros y guarachas en la tropicanía del que luego fuera el cabaret más famoso del mundo. Sus follajes compartieron el agitado ritmo de las caderas de Ana Gloria, la mamboleta mayor, mucho antes de que dejara en la estacada a sus admiradores y descalzara los tacones de baile para convertirse en la esposa de un ministro.
No todo fue jubiloso, los platicerios cayeron en desgracia con la llegada del desastre, durmieron a escondidas en los vergeles, abandonados por las pasiones monocromáticas de moda, aquellas que imponían el verde olivo. No había manera de conjugar un platicerio con trincheras, discursos y misiles.
Luego hubo que redecorar espacios: esos mismos salones olvidados por la causa popular, ahora parecían imprescindibles para cazar “divisas”. Las nuevas intenciones mercantiles desentonaban con el abandono y el descuido general.
Entonces las plantas regresaron, gracias a la escasez de recursos y a la autorización de Celia Sánchez. Sus exóticos y exuberantes tonos volvieron a escena para colgar en todas las esquinas del gobierno, desde las casas para el protocolo hasta las pretendidas pasarelas de mansiones de la moda.
Los jerarcas los hicieron suyos. Convertidos en emblemas de poder, fueron presencia obligada en los jardines de los “dulces” amigos de Norberto Fuentes; se repetían como los cúmulos nimbo en las páginas del escritor, esas nubes que le traicionan y asoman en toda latitud narrada, cual pesadilla meteorológica insuperable, como infinita sacudida del avión de su vida.
En los ochenta se desató la fiebre: la misión era poseer una planta de aquellas y restregarla a la vista de los mortales, como prueba de bienestar y “clase”. Tras sus hojas se podrían esconder mejor las miserias y jugar a ser el otro, el que manda, el que triunfa.
En esa aspiración, los nuevos ricos fracasaron, sumergidos en la euforia de equipos electrónicos y muebles de mal gusto; casi siempre los dejaban secar entre altares religiosos y repisas de acero inoxidable. En sus salas fueron tan efímeros como la riqueza en sus caudales.
Los otros ladrones, los noctámbulos de poca monta, remodelaron prioridades y empezaron a prestar atención a la botánica, a pesar de lo incomodo de correr con aquellas matas calle abajo. Era hermoso verlos en la fuga, como el Marcovaldo de Ítalo Calvino, dejando un rastro oloroso a primavera y lluvia, efluvio por el que se les podía perseguir hasta el escondite y sorprenderles, todavía, bajo el susto de sapos y lagartijas.
Entonces vino el purgatorio de 1989. Los que sentían culpas, aquellos que no obedecieron el falso dictum de “sólo dos de todo”, se entregaron a la inútil tarea del camuflaje, como con los dólares, como con los autos.
Pero los platicerios, inoportunos, majestuosos, alados, ajenos al pase de cuentas desatado por el régimen, se descubrían, inmensos, como planetas verdes del principito, colgando desde los techos de los portales, emblemas de nobleza prestada, delatándose inclusive en los espacios vacíos debajo de los ganchos de la terraza, donde antes habían provocado admiración y envidia.
Hoy, en los estrechos condominios del exilio, muchos intentamos replantarlos, pero los platicerios del destierro son la tibia versión de sus ancestros. Bajo su poca sombra envejecemos, exagerando tamaños, mintiendo cantidades y falseando antiguas posesiones.
En el número preciso de millas que la realidad de emigrante nos impone, todos recontamos lo que quedó después del aguacero, en un divino ejercicio de tergiversar memorias. Los más viejos presumen toneladas de centrales azucareros, nosotros lloramos selvas de platicerios