Hace exactamente veinte años, una severa e inesperada crisis de insomnio me emboscó, se ensañó conmigo y me redujo a escombros.
Hace exactamente veinte años, una severa e inesperada crisis de insomnio me emboscó, se ensañó conmigo y me redujo a escombros.
Yo tenía treinta y siete años, una edad temprana para morir, y vivía solo, en una casa vieja, llena de arañas, hormigas y cucarachas, en una isla tropical a quince minutos en auto del centro de Miami, escribiendo una novela triste sobre un amor desventurado que habría de titularse El huracán lleva tu nombre.
Hasta entonces había dormido bien, muy bien, sin necesidad de tomar pastillas naturales ni químicas, entre ocho y diez horas cada noche, siempre tendido bocabajo, una postura que también me había resultado propicia para los juegos peligrosos del amor. Si bien sabía o sospechaba que no estaba del todo bien de la cabeza, no imaginaba que me encontraba tan mal y que las noches sosegadas de diez horas durmiendo sin interrupciones habrían de quedar ancladas en el pasado, como un recuerdo del tiempo en que fui despreocupadamente feliz.
Acabada la novela, exhausto de llorar, enviado el manuscrito a mi agente literaria en Barcelona, desquiciado por tantas noches durmiendo tan mal, con los pies helados, resuelto a no salir nunca más en la televisión, me mudé a Buenos Aires, al norte de la ciudad, a San Isidro, tontamente ilusionado por una pasión amorosa y por una antigua pasión por las cosas argentinas. Pensaba que Buenos Aires ejercería una influencia benévola sobre mi salud, que vivir cerca de mi novio argentino me instalaría en unas nubes translúcidas de humores risueños, que las noches de San Isidro me curarían del insomnio y me devolverían los bríos creativos para acometer otra novela, una novela sobre mi padre, mi más pertinaz y leal enemigo, que estaba enfermo de cáncer, muriéndose sin que yo pudiera visitarlo.
Por supuesto, mi optimismo se fundaba en cálculos erróneos: la crisis de insomnio se agravó en Buenos Aires, los pies los sentía congelados al punto de que encendía estufas a corta distancia de ellos, las noches desveladas las pasaba tratando de escribir sobre mi padre, o tomando helados de chocolate y frutilla, o exprimiendo naranjas para beber un jugo, o dando de comer a una paloma que me esperaba en el balcón de ese piso alto con vistas al río marrón y a un club de rugby. Si acaso conseguía dormir una hora o dos, a las cinco en punto de la mañana me despertaban los vecinos alemanes del piso de arriba, subiendo su estrepitosa cortina eléctrica, hablando con voces ásperas, discutiendo tan temprano: yo los odiaba, desde luego, y maliciaba que eran viejos nazis que debían ser capturados por el servicio secreto israelí.
Como mi salud física y mental se encontraban en ruinas, como peleaba a menudo con mi novio, haciéndolo llorar, como escribía cosas traspasadas de dolor y de rencor contra mi padre, como no podía ver a mis dos hijas –porque su madre, mi exesposa, no quería que ellas conocieran a mi novio argentino, a quien yo amaba a pesar del caos que me devoraba las entrañas–, la madre de mi novio, una mujer dulce, noble y querendona, me regaló las pastillas que ella tomaba para dormir: desde entonces y, hasta hoy, veinte años después, no he podido dormir sin tomar alguna pastilla, o más exactamente un entrevero o batiburrillo o cóctel de pastillas que yo mismo elegía con curiosidad de boticario. Las que me regaló mi suegra argentina eran pastillas suaves, Xanax, que en Buenos Aires se llamaban Alprazolam o Alplax, y eran ansiolíticos que, si bien calmaron un poco mi ansiedad, no consiguieron curarme del insomnio que me abatía cada noche.
Viví dos años en Buenos Aires, una ciudad que había amado desde muy joven y aún ahora continúo amando a pesar de los riesgos de toda índole que aquellos amores entrañan. Visité a numerosos médicos que no fueron capaces de conjurar las viciosas emboscadas que me tendía el insomnio, me diagnosticaron que estaba muy mal de los pulmones, me pidieron que dejase de fumar la marihuana que me conseguía un amigo montañista de mi novio y, a pesar de que escribía arrastrándome por el fango de los recuerdos torturados, terminé la novela sobre mi padre, mi más pertinaz y leal enemigo, que se me murió en la novela, Y de repente, un ángel, sin que pudiese despedirme de él, antes de que se muriese en la vida misma, tras despedirnos brevemente en la clínica.
Ya adicto al Xanax, que tomaba de noche y de día, a toda hora, me mudé, concluida la novela, que habría de ganar un premio en Barcelona con copiosa dotación económica, a Washington, al barrio de Georgetown, donde había vivido tres años en mi juventud, escribiendo mi primera novela, No se lo digas a nadie. Me habían contratado para dar clases de literatura hispanoamericana, creyendo el embuste o la impostura de que yo era un escritor que podía enseñar a escribir, o al menos podía interesar a mis alumnos en el mundo afantasmado y sombrío de la literatura, de las novelas y los cuentos, de las mentiras que parecen verdades. Fueron meses durísimos los que viví en Georgetown, porque mis clases comenzaban a las ocho de la mañana, y no había dormido nada, o casi nada, y estaba atiborrado, anonadado de Xanax, y porque saltaba a la vista que ninguno de mis alumnos quería ser un escritor ni estar allí sentado, escuchando a duras penas mi cháchara profesoral. Pensé, descorazonado, al borde de un ataque de nervios: si voy a hablar en público, mejor hacer un programa de televisión para miles de personas que dictar una clase para veinte alumnos, bostezando. Por eso, concluido el semestre, y tomando diez o doce Xanax diarios, renuncié a la Universidad de Georgetown, me mudé a Miami y comencé un programa de televisión. Mi novio se puso contento porque Miami le gustaba mucho más que Washington y porque la televisión me pagaba mucho mejor que la austera y circunspecta universidad de los jesuitas.
Pero lo peor estaba por venir: todas las noches, una señora cubana en sus setentas, muy rica, muy generosa, que llegaba al estudio donde yo hacía mi programa acompañada de su chofer moreno y fornido, me llevaba bolsas de comida refinada, pues decía que yo era idéntico a su hijo que había muerto de sida, que yo era la reencarnación de su hijo, que yo era entonces su hijo redivivo, y no solo me colmaba de quesos, jamones, caviares y otras exquisiteces, sino que deslizaba discretamente en los bolsillos de mi chaqueta frascos enteros de pastillas para dormir, que conseguía gracias a que su esposo, muy rico también, era un médico de prestigio. Gracias a tan generosa amiga, empecé a tomar cada noche, y cada día, no solo los muchos Xanax de rigor, sino también las pastillas que ella me obsequiaba con aire furtivo, conspirativo: Klonopin, o Clonazepam, otra benzodiazepina de la familia del Xanax, y Ambien, o Zolpidem, una pastilla que, según me dijo mi devota madre cubana, tomaban los atletas, los basquetbolistas, los futbolistas, y que era parecida al Xanax y al Klonopin, pero aún mejor, pues, siendo benzodiazepina, poseía un fármaco hipnótico que la hacía más potente.
Las noches en Miami, después de la televisión, eran entonces auténticas orgías de pastillas: tomaba tres Xanax, tres Klonopin y tres Ambien y me iba a dormir, pero dormía un puñado corto de horas y despertaba sobresaltado y enseguida me administraba con pulsión suicida otro coctelito de nueve pastillas. Me dopaba tanto que durante el día seguía fatigado, con ganas de echar una siesta, tomando más pastillas de esa trilogía de primas hermanas del ocio mórbido, del sueño inefable que le hacía cosquillas a la muerte. Vivía tan drogado que, cuando manejaba al canal, me quedaba dormido, literalmente dormido, y ahora pienso que tuve una grandísima suerte al no chocar, o caer a un río, o al mar, saliendo de la isla, y cuando editaba las noticias a veces se me cerraban los ojos, y cuando las presentaba y comentaba en el programa en vivo los espectadores más perspicaces advertían que yo hablaba muy despacio, arrastrando las palabras, la lengua pastosa, y pensaban que estaba borracho, o revirado de marihuana, o pasmado de calmantes. Fueron años suicidas, de alto peligro mortal, de feroz intoxicación, pues tomaba quince o veinte pastillas cada día, sin exagerar, y mis tres ángeles guardianes, San Xanax, San Klonopin y San Ambien, velaban por mi salud, vigilaban atentamente mis sueños erráticos y acaso se disponían a llevarme una noche fatal al más allá.
Pero aún no había conocido a San Dormonid, el santo más vicioso de todos, el más cachondo y potente, el que más añoro. Lo conocí una mañana en Lima, gracias a una farmacéutica de origen oriental. Llegué a la farmacia en pijama, con pantuflas blancas de conejito, y le rogué a la mujer de ojos rasgados que me ayudase, pues no podía dormir, a pesar de tomar tantos Xanax, Klonopin y Ambien, unas drogas que mi cuerpo me pedía en mayores dosis, pero que hacían efectos menos eficaces. Sin decir palabra, sin pedirme receta, la adorable señora me dio un frasco de Dormonid. Tomé una pastilla, dormí seis horas y conocí una forma de felicidad muy concreta, muy real, muy química, que me hizo dormir profundamente, como hacía años que no podía dormir. Fue una maravilla arrojarme a los brazos consoladores de San Dormonid, un potente hipnótico, pues pude hacer, durante años, un programa de televisión en Miami de lunes a viernes, uno en Lima los domingos en vivo, y grabar unas entrevistas en Buenos Aires durante una semana cada mes, de paso que visitaba a mi novio argentino y a su madre, quien me educó en la escuela filosófica del conocimiento químico de mi alma.
Goloso como era, goloso como sigo siendo, no tomaba solo un Dormonid, qué ocurrencia: tomaba dos Dormonid, por las dudas, más tres Xanax, más tres Klonopin, más tres Ambien, un total de once pastillas antes de irme a dormir y, curiosamente, esa poderosa invasión de calmantes no me duraba para la noche entera, sino para media noche apenas, de tal suerte que, al despertar, pasadas cuatro o cinco horas, ingería, como un caballo cansado, como un camello sediento, once pastillas más. ¿Cómo conseguía hacer televisión? No lo sé. ¿Cómo no terminaba de morirme del todo? No lo sé. ¿Cómo abordaba un avión cada cinco días? No lo sé. ¿Cómo sigo vivo sin tomar ahora ninguna de esas cuatro drogas? Lo sé muy bien: gracias a mi esposa, gracias al doctor Fernández.
El doctor Fernández examinó mi cerebro averiado y dictaminó que yo era bipolar. Me pidió que tomase tres pastillas, sólo tres, antes de irme a dormir: Valcote, Seroquel y Remerón. Me aseguró que dormiría profundamente, no por episodios o fragmentos cortos de pocas horas, sino como antes, ocho horas, diez horas corridas. Me rogó que no tomase un Dormonid más. Mi esposa tiró al inodoro todos los Dormonid, que eran muchos, y todos los Xanax, Alplax y Ambien, que eran muchos más. Lloré, desconsolado. Los quería tanto. Eran mis ángeles guardianes, mis hermanos concupiscentes, mis amigos holgazanes. Todavía los extraño.
El doctor Fernández tenía razón: llevo años durmiendo bien gracias a las pastillas que me recetó. Lo quiero mucho más de lo que quise a mi padre. En mi testamento, hay un dinero reservado para él.
Sin embargo, ciertas noches, volando en un avión, echo de menos deslizar un Dormonid en mi lengua viperina.