martes 11  de  noviembre 2025
OPINIÓN

Presentir Miami

A veces me encuentro leyendo aquí, lejos de Miami, en mi sofá junto al gran ventanal, hace un frío que pela, cierro los ojos, y vuelvo a presentir los sitios de la ciudad tornasolada

Diario las Américas | ZOÉ VALDÉS
Por ZOÉ VALDÉS

Durante muchos años -por supuesto antes de visitarla- estuve presintiendo Miami, no es que la imaginara, o me imaginara yo en ella a través de unas fotos de unos paisajes concretos, no, la presentía por su aroma, por su soleado palpitante y profético en mi piel, por unos expressway que podía prever tal como son, quizás más rápidos, al igual que en aquella película de Koyaanisqatsi (1982) que se convirtió desde su estreno en un clásico cinematográfico y que en Cuba vimos de forma clandestina, como todo en aquella isla donde la vida era de facto clandestina.

Presentir Miami, con un filing distinto y único, se convirtió en mi preexistencia, en una especie de estado de drogadicción, de dependencia perenne, que fue lo que creo me condujo a escribir la novela, Milagro en Miami (Planeta, 2001), inspirada en el clásico italiano, Milagro en Milán (1951), de Vittorio de Sica. Miami me inspiró antes de conocerla, como ha inspirado conociéndola a tantos escritores, a tantos poetas; pero eso vino después, mucho después a que yo la intuyera.

Aunque confieso que padecía una pasión de ánimo por el Miami de principios del siglo pasado, la adoraba y le temía en idéntico registro inconsolable e inenarrable, se me aparecía en sueños colmada de un incesante batir de alas de aquellas intrépidas aves de un blanco tan puro que hería de sólo fijar su plumaje en mi cursi quimera. Luego vi una película, recomendada por Miriam Gómez, de esas películas irrepetibles del Hollywood dorado, con un jovencísimo Christopher Plummer (es su segunda película), en la que está como para untarlo en miel y pasarle la lengua de arriba p’abajo y de abajo p’arriba y en redondo; se titula Wind Accross The Everglades (1958), dirigida por Nicholas Ray. Es la primera película ecologista de verdad, sin tanto discurso estúpido ni tanto tumbe y mareo. No dejen de verla, ahí verán cómo era el Miami de principios del siglo XX recreado en 1958. La escena de los sombreros de plumas europeos en las hermosas cabezas de aquellas mujeres bellísimas provenientes del viejo continente que llegaron a Miami en un albur, en contraste con el vuelo de aquellos pájaros antes de que fueran sacrificados para que sus plumas fuesen a parar a esos tocados, es de una armonía y elegancia sin par, aunque con un toque de insensatez. Miami era una estación de trenes, unas pocas casas de madera, y el resto los everglades, cocodrilos, serpientes venenosas, salvajes, mucho ron, café, tabaco, importados de Cuba.

Hasta que los importados fueron los cubanos mismos, accidente dictatorial mediante, entonces todo empezó a reconformarse de una manera mágica, profunda, perdurable… Mientras que las palmas de Los Ángeles fueron sembradas por un descendiente de Carlos Manuel de Céspedes, las aceras de Miami las mandó a construir Desiderio Alberto Arnaz y de Acha I el padre de Desi Arnaz, el actor, director, productor entre otros shows de I Love Lucy, intérprete también de la célebre serie junto con su esposa Lucille Ball, y sus hijos pequeños, que nacieron durante el transcurso de la serie. Miami creció y se constituyó en firme gracias a esos primeros cubanos, que quisieron meter La Habana en Guanabacoa, digo, en Miami, y lo lograron, como mismo Guillermo Cabrera Infante y Miriam Gómez metieron con calzador, aunque sin demasiado esfuerzo y también lo consiguieron, el corazón estaba por mucho, La Habana en Londres.

A veces me encuentro leyendo aquí, lejos de Miami, en mi sofá junto al gran ventanal, hace un frío que pela, cierro los ojos, y vuelvo a presentir los sitios de la ciudad tornasolada que antes de conocerla yo ya me inventaba, que luego existió acrisolada, como hechizada para mejor; abro los ojos y sucede como si estuviera allí, reposándome y almorzando en el Boaters Grill, donde Omer Pardillo y yo hablamos de Celia Cruz, como siempre, de nuestras familias, de Antón, que entonces era pequeño, y ahora ha espigado y ha devenido un adolescente deportivo y también muy musical, de su abuelita, de Indira, la mamá de Antón.

Es de madrugada, apenas consigo dormir, es la hora en la que mis familiares y amigos “del Norte”, como decíamos en Cuba, empiezan a whatssapearme, entonces recordamos cuando fuimos a comprar un disco en particular, unas tacitas de café muy monas, unas guayaberas color lavanda, para mí y para regalar, un libro específico, papel sanitario con la cara del Empotrado en Jefe, en la tienda que hace esquina, Sentir Cubano, que es tan habanera porque es demasiado sentimiento compreso en unas maracas, impreso en una medalla de la Caridad del Cobre, o en el rostro de José Martí en una antigua moneda.

Con Lincoln Díaz-Balart y con Cristina, su esposa, fui también a otro restaurante, a almorzar unos pescados acabados de sacar de los anzuelos, como quien dice, y hablamos de Rafael Díaz-Balart, de La Rosa Blanca, de sus hermanos, de sus hijos, de mi Luna, y de una Cuba futura, sin darnos cuenta de que nos hallábamos ya en ella, estando allí sentados, a una mesa que era como una burbuja del futuro. Lincoln y Cristina me regalaron un estuche azul, al abrirlo había un collar de perlas que cierra con esa medalla con Martí, donde está escrito Patria y Libertad; la llevo siempre en recuerdo de los tres, del Apóstol, de Lincoln, de Cristina.

Presentir una ciudad es apoderarse de ella en la distancia, es amarla, y al mismo tiempo apartarse con remordimiento de abandono, porque otra ciudad me espera, otro país, que además de Francia, de España, de Israel, de Japón, de Italia, siempre, donde quiera, será Cuba, la malquerida, Miami, la tan querida.

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