viernes 21  de  noviembre 2025
Opinión

Tarek William Saab: el verdugo con toga de los derechos humanos

Saab no dirige una Fiscalía, sino una cámara de eco del castigo, la fábrica donde la crueldad se imprime en papel oficial

Por Elizabeth Sánchez Vegas

Tarek William Saab encarna una de las metamorfosis más sucias de la política latinoamericana: la del hombre que aprende el vocabulario de la dignidad para usarlo como ganzúa. Su biografía tiene ese arranque que en otro país habría podido cuajar en servicio público: abogado, poeta, militante de izquierda, incluso cercano a comités de derechos humanos y al discurso de los desaparecidos en los años ásperos de la región; pero en Venezuela ese trayecto se pudrió a la vista de todos y terminó siendo un manual vivo de degradación. Hoy su nombre está sancionado por Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea y Suiza por socavar la democracia y tolerar violaciones graves, y lejos de avergonzarlo, se ha vuelto parte de su uniforme moral: una condecoración de barro que muestra, sin metáforas, para qué lado trabaja.

Desde 2017, cuando una constituyente ilegítima lo colocó como fiscal general para sustituir a quien denunció al régimen, y desde 2024, cuando un Parlamento domesticado lo ratificó hasta 2031 por su docilidad probada, Saab no dirige una Fiscalía, sino una cámara de eco del castigo, la fábrica donde la crueldad se imprime en papel oficial.

Ese ascenso no se explica por talento jurídico, sino por utilidad política: el poder no lo premia por investigar, lo premia precisamente por lo contrario, porque garantiza que ninguna causa llegue hasta los jefes cuando la represión la ejecutan las fuerzas del Estado.

Hay que decirlo sin rodeos: en un país donde la tortura volvió a ser herramienta cotidiana, el primer violador de derechos humanos no es solo quien golpea en un calabozo, sino quien convierte ese golpe en política y lo protege con papeles, excusas y cadenas de mando. Saab es eso. La tortura de hoy no siempre necesita instrumentos antiguos, aunque los haya; muchas veces basta con borrar a alguien del mundo, aislarlo, incomunicarlo, apretarlo en una celda sin luz, sembrarle terror con la familia como rehén moral, fabricarle un expediente para partirle la voluntad. Para que ese engranaje funcione, hace falta una oficina que no escuche a la víctima, que le ponga hielo a la denuncia y luego salga a cámara a vender “justicia” donde hay barbarie.

La Fiscalía de Saab no es una institución que se descarrió por accidente: es el cuarto de máquinas donde el régimen vuelve “normal” lo que debería escandalizar al mundo. Si uno mira la historia con los ojos abiertos, desde las inquisiciones que escribían herejías para justificar hogueras hasta las dictaduras del siglo XX que llenaron formularios para desaparecer gente, se entiende el truco: el terror necesita un escribiente. No basta con torturar; hay que lograr que la tortura no tenga nombre en la ley, que no deje rastro que suba, que se pierda en pasillos, que deje sola a la víctima. Y eso es lo que hace esa oficina bajo su mando.

Por eso existe el artículo 5 de la Declaración Universal, no como verso bonito, sino como advertencia histórica: nadie debe ser sometido a tortura ni a tratos crueles, inhumanos o degradantes. Saab conoce esa línea y la ha pisoteado hasta el cansancio. Informes recientes de la Misión de la ONU y de organizaciones internacionales describen golpes, asfixia, descargas eléctricas, violencia sexual, amenazas a familiares y registran muertes bajo custodia y negligencia médica deliberada; todo ello ocurre con un Ministerio Público que no corta la mano que tortura, sino que la deja operar a salvo.

La escena posterior al 28 de julio de 2024 lo retrata entero, porque allí no hubo matices posibles: había muertos, heridos, allanamientos, estudiantes y ciudadanos detenidos por protestar, y él, cómodo en el papel de fiscal ornamental de una banda de poderosos, afinaba el libreto para que el país no pareciera un país sino un campo de batalla contra “terroristas”.

Es su navaja favorita: le sirve para arrancarle humanidad al disidente, para que el joven arrestado deje de ser “chamo” y se convierta en amenaza abstracta, para que la madre que pregunta por su hijo sea tratada como cómplice, para que el barrio que sale a gritar sea etiquetado como guarida. Esa operación semántica tiene genealogía: así empezaron las inquisiciones, así trabajaron las policías políticas del siglo pasado, así se fabricó el enemigo interno en los manuales del estalinismo y en los sótanos de las dictaduras del Cono Sur; primero se despoja al otro de su condición de ciudadano y luego se le aplica cualquier castigo con apariencia de ley. Saab no inventó el mecanismo, pero lo perfeccionó con sonrisa de funcionario.

Y cuando la presión internacional exige puesta en escena, aparece su otra especialidad, esa que ya cualquiera reconoce como cinismo administrativo: el castigo selectivo que libera a quien conviene para mejorar la foto y mantiene preso a quien sirve de advertencia, como si los cuerpos fueran fichas, como si la libertad fuese un grifo que se abre para la prensa y se cierra para la calle.

Eso, que en boca oficial se vende como “revisión de medidas”, en la vida real es terror gestionado, porque el mensaje no es que hay justicia, sino que hay poder para decidir arbitrariamente quién respira y quién se pudre en una celda. Allí radica su verdadero odio: no en el insulto fácil, sino en la frialdad con que reduce personas a utilidad política, en la indiferencia con que trata el dolor ajeno como material de gobierno. Y a ese terror se le añadió otra capa todavía más siniestra en 2025: familiares y ONG han denunciado desapariciones forzadas incluso de personas ya detenidas, paraderos ocultos, traslados clandestinos, borrado administrativo de seres humanos; PROVEA ha advertido que esta práctica dejó de ser “episódica” para volverse método institucionalizado de la represión actual.

En la cultura venezolana hay una palabra vieja para ese tipo de figura: el escribano del abuso, el hombre que no necesita mancharse las uñas porque mancha el papel, el que convierte la violencia en documento. La historia ya nos enseñó este truco: el verdugo siempre ha necesitado un gemelo con toga que garantice impunidad. Saab es ese gemelo.

Tarek William Saab no representa una justicia deformada por error, sino una justicia deformada por diseño; no es un funcionario que se apartó del camino, es un hombre que eligió el camino de la humillación ajena como forma de permanencia; no es el juez que se equivoca, es el operador que sabe y aun así firma. Y esa certeza, puesta sobre la mesa del mundo, reivindica al venezolano que ha sufrido porque coloca el foco donde siempre debió estar: en el rostro civil de la barbarie, en el burócrata que transpira odio sin levantar la mano, en el fiscal que convirtió la ley en mordaza y la tortura en costumbre con sello oficial. Por eso, a los países y gobiernos que hoy acompañan la causa venezolana, a las democracias que han denunciado, sancionado, documentado, investigado, hay que decirles algo: cuando lo tengan de frente, no se dejen atraer ni coquetear por la careta de poeta; recuerden el expediente entero detrás de su sonrisa, recuerden las niñas torturadas, los adolescentes cazados, los desaparecidos de hoy, la puerta giratoria con la que trafica miedo y silencio. Están ante el poeta de la jaula, el amanuense de la crueldad, el rostro civil de un sistema que tortura y luego borra. A ese no se le oye: va al banquillo, recibe la sentencia que la historia reserva para los autores del espanto, sin una sola concesión, y escucha con voz de tribunal y de memoria el único poema que le corresponde: la condena máxima que alcance la ley.

Por Elizabeth Sánchez Vegas

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