Me había quedado solo, sin dinero. No sabía adónde ir, dónde esconderme. Había gastado todos mis ahorros escribiendo, en Washington DC, una novela sobre mi vida: mi padre machista, pistolero y homofóbico que me pegaba y me insultaba, mi madre beata del Opus Dei que vivía rezando y llorando, mis fracasos eróticos en los burdeles, mi soterrada debilidad por los hombres, mi afición a los narcóticos para evadirme de una familia, una religión y una ciudad que me estaban matando. Quería desesperadamente ser un escritor, un hombre libre. Por eso había escrito la novela sobre mi vida. Se titulaba “No se lo digas a nadie”.
-Si publicas esa novela, no nos verás más -me había dicho mi esposa, en Washington DC.
Vivíamos juntos en la calle 35 y la N. Teníamos una hija de apenas un año. La novela salió en España en abril de 1994. Mi esposa se graduó de la universidad de Georgetown, maestría en ciencias políticas, a finales de mayo de ese año. De inmediato, viajó a Lima con nuestra hija y se refugió en casa de su madre, mi suegra, que me odiaba con ferocidad.
Yo no podía volver a Lima, o no quería volver a Lima, o no tenía el coraje para volver a Lima. Mi novela fue masivamente pirateada en esa ciudad, aprovechando que ninguna editorial local la publicó. Se vendía en calles y plazas a precio de descuento. Las revistas y periódicos publicaban fragmentos sin permiso y hasta editándolos con truculencia y malevolencia parejas. Las televisiones más vistas difundían reportajes escabrosos diciendo quiénes eran en la vida real los personajes de mi novela: el padre era mi padre, la madre era mi madre, el actor era tal actor famoso, el músico era tal músico famoso, el futbolista era tal futbolista de la selección, el compañero de colegio era tal compañero de mi colegio inglés. Los aludidos sudaban frío, protestaban en vano, enviaban cartas indignadas en defensa de su honor, juraban no haberse acostado conmigo, no haberme sodomizado ni en sueños tan siquiera. Yo veía todo aquello, desde el hotel en Miami Beach, temeroso de salir a la calle, con estupor y temblores, con vergüenza y espanto, con pudor y culpa. De pronto, era el hombre más despreciable del mundo, el sujeto más abyecto y vil, una suerte de sátiro o depravado. No podía defenderme diciendo es solo una novela, un artefacto de ficción, una mentira persuasiva. Nadie me creería. Se parecía demasiado a mi vida. Por eso me escondía, abochornado. Por eso me preguntaba si debía saltar del piso más alto del hotel y matarme sin rodeos.
-Eres la vergüenza de la familia -me dijo mi padre, por teléfono, antes de leer la novela-. Por favor no vuelvas nunca a Lima. No queremos verte.
-Tu novela es una basura, hijo -me dijo mi madre, sofocada por el escándalo, antes de leer la novela.
-Tu hija sentirá vergüenza de ser tu hija -me dijo mi suegra.
-Te aconsejé que no publicaras ese “kiss and tell book” y no me hiciste caso -me dijo, por carta, mi tío millonario.
-No podrás vivir en Lima, no podrás volver a la televisión -me dijo, por fax, mi tío comunista.
Todas esas cosas tan tremendas me las habían dicho cuando yo todavía vivía en Washington DC, entre abril y mayo de 1994, antes de esconderme en el hotel de Miami Beach, gastando mis últimos ahorros. Ahora oficialmente no tenía más plata y no quería pedirle plata prestada a nadie. Había invertido todos mis ahorros en vivir como un escritor durante dos años y medio. Mi esposa me había pedido que trabajase como reportero o corresponsal de televisión en Washington DC, mientras escribía la novela. Yo le decía que, si volvía a trabajar en la televisión, no terminaría nunca la novela, o me saldría una novela pálida, tibia, inacabada. Para escribirla fogosamente, lealmente, debía dedicarme por entero a ella, como un piloto en una misión kamikaze.
-Publicaré mi novela, me quedaré sin un dólar y saltaré del balcón de un hotel -pensaba a menudo-. Será una muerte honrosa, una muerte literaria.
Gracias al padrinazgo literario del poeta catalán Pere Gimferrer, mi novela “No se lo digas a nadie” fue publicada en abril de 1994 por la editorial Seix Barral. Me pagaron un anticipo de mil dólares. Yo había gastado doscientos cincuenta mil dólares en escribirla durante dos años y medio. Con esos mil dólares de adelanto literario, me alcanzaría para pagar una semana en el hotel de Miami Beach, no mucho más. Estaba tan deprimido, tan asqueado de mí mismo, tan confundido y desorientado, tan radicalmente solo y perdido, que no tenía ganas de ver los partidos del mundial de fútbol, ni de bajar a la playa y darme un baño de mar, ni de salir a caminar por la avenida Collins. Me sentía un apestado, un leproso. Me veía como una mancha hedionda que afeaba a la especie humana. Toda la gente que me había querido (mis padres, mis hermanos, mi esposa, mis amigos del colegio y del periódico) ahora deploraba mi existencia, condenaba mi novela y afirmaba que yo era un hombre que carecía de futuro.
- ¿Salto o no salto? -volví a preguntarme, en el balcón del hotel.
En ese momento, cuando me disponía a quitarme la vida porque era efectivamente un hombre sin futuro, o así me veía aquella tarde aciaga, tocaron a la puerta de mi habitación. Me acerqué, la abrí y me entregaron un fax. Con una caligrafía barroca de poeta, mi editor Pere Gimferrer, la única persona en todo el mundo que sabía dónde carajos me encontraba escondido, me daba muy buenas noticias: la primera edición de mi novela se había agotado a dos semanas de salir a la venta en abril, y luego habían impreso una segunda edición en mayo que también se había agotado pronto, y enseguida habían ordenado una tercera edición en junio, también agotada. En vista del éxito comercial de la novela, Gimferrer había dispuesto una cuarta edición más voluminosa, de diez mil ejemplares. En una hoja separada, me enviaba copia de la lista de los diez libros más vendidos en España en el mes de junio de 1994, diario ABC, y milagrosamente allí aparecía mi novela.
-No saltaré del balcón -pensé-. Esto es un milagro.
Ya entonces yo no era creyente. Había perdido la fe religiosa cuando descubrí que me gustaban los hombres y las drogas, la vida al borde del abismo y del balcón. Sin embargo, reconfortado por las noticias del poeta Pere Gimferrer, le escribí rápidamente un fax, pidiéndole dinero, un adelanto de diez mil dólares, bajé a la recepción, entregué el fax para que lo transmitiesen sin dilaciones y caminé hasta la parroquia católica más cercana, en la calle Alton. Allí, una tarde quemante de verano, despoblado el templo, me senté, luego me arrodillé, después lloré y, sin creer del todo en Dios, le pedí que me ayudase a no matarme, a ser fuerte, a encontrar mi camino.
Al día siguiente, la editorial Seix Barral transfirió diez mil dólares a mi menguada cuenta bancaria. Resucité. Vi la luz. De pronto, podía vivir un mes más, ver la final del mundial de fútbol, posponer el salto suicida.
Como el escándalo truculento en Lima no cesaba, y como las revistas y los periódicos se cebaban en mí, diciendo que la editorial debía llamarse Sex Barral y que yo era un pervertido y un escritorzuelo sin gracia ni talento, y como las televisiones seguían emitiendo reportajes escabrosos y afiebrados sobre mi vida íntima y la de mi familia, y como todos en aquella ciudad esperaban mi versión, no había canal, radio, diario o revista que no me buscara para hacerme una entrevista, pero nadie, ni siquiera mi esposa, sabía dónde me había escondido, y todos recurrían entonces a mi editor catalán, el poeta con sombrero Pere Gimferrer, quien, con una generosidad y una paciencia admirables, me hacía llegar todos esos mensajes. Yo me había jurado no dar una puta entrevista a la prensa peruana, ni volver más a Lima, ni trabajar nunca más en la televisión, porque quería ser un escritor incorruptible, un escritor hasta las últimas consecuencias. Pero había dos canales en Lima, el 4 y el 5, que, creciendo como bola de nieve el escándalo, vendiéndose la novela pirateada en los semáforos más congestionados, me ofrecían programas de televisión muy bien pagados para que yo fuese a hablar de mi libro, del escándalo, de los aludidos o retratados, de lo que me viniese en gana. Pero, para mí, volver a Lima, a la televisión, era peor, mucho peor, que saltar por el balcón del hotel en Miami Beach: esto último podía ser un bello suicidio literario, aquello en cambio sería un horrible suicidio moral.
Una tarde de aquella canícula salpicada de fútbol en las televisiones, los bares y las calles bulliciosas y embanderadas de Miami, me puse un traje de baño, me armé de valor y bajé a la playa. Un joven brasileño, orgulloso de su cuerpo fornido, se me acercó y me propuso tener sexo en su hotel.
-No, gracias -le dije-. Necesito estar solo.
En el mar quieto de Miami Beach, pensé que, con los diez mil dólares de adelanto que me había girado la editorial, me iría a vivir a Key West y nadie sabría dónde carajos yo vivía, salvo el poeta Pere Gimferrer, mi padre literario, y allí continuaría mi carrera como escritor, viviendo con estricta austeridad de monje anacoreta. Después de todo, si mi hermana mayor era monja de clausura en los Andes peruanos, yo podía ser un monje laico en la isla más al sur de los Estados Unidos, donde era verano todo el año.
A pesar de que las revistas y los periódicos de Lima se ensañaban viciosamente conmigo (debería hacerse el harakiri como Mishima; lo más escabroso del libro es su prosa; la editorial debería llamarse Sex Barral; ha traicionado a su familia y a sus amantes para ser famoso; ha escrito las memorias eróticas de un mosquito; esa novelita rosa parece escrita por un escolar), Pere Gimferrer me mandó por fax la crítica a página entera del diario El País, suplemento Babelia, escrita por Miguel García-Posada, un elogio rendido y entusiasta a “No se lo digas a nadie”, diciendo que la novela era “un debut asombroso, espectacular”. De nuevo, resucité.
-No saltes por el balcón -pensé-. Les darás un gustazo a todos sus enemigos: a los machistas homofóbicos, a los beatos del Opus Dei, a los escritores mezquinos y envidiosos, a los periodistas miserables. No saltes. No te suicides. Múdate a Key West. Escóndete. Y sigue escribiendo. Porque la mejor venganza es seguir escribiendo.
Al día siguiente, volví a bajar a la playa y me encontré con el joven fornido brasileño, que era encantador. Hablamos largo rato, me atreví a confesarle que era escritor, que era bisexual, que estaba viviendo una vida clandestina por el escándalo de mi novela, y terminamos en mi cama.
Esa noche pagué la cuenta del hotel con dinero en efectivo (no tenía tarjetas de crédito, no quería que me rastreasen y ubicasen) y subí a un bus con destino a Key West. Quería escribir una novela de la que sólo tenía el título:
-Fue ayer y no me acuerdo.