domingo 8  de  diciembre 2024
OPINIÓN

Una noche en el malecón

Bocanadas de realismo y ficción que toman forma gracias al arte de la escritura y la imaginación
Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

Nada tiene lógica, salvo el azar: corría el año 1986 y yo perpetraba un programa de televisión en Santo Domingo, of all places. Era un programa sobre política internacional, asunto del que no sabía nada y los panelistas invitados sabían menos que nada. Se podría decir entonces que era un programa sobre la nada misma o, visto de otro modo, un programa de corte autobiográfico.

Nada más pisar el aeropuerto de Las Américas, entregué mi pasaporte al agente de migraciones, sólo para descubrir consternado que carecía de una visa para entrar en esa isla en la que me ganaba la vida diciendo embustes en la televisión.

Fui severamente informado por un agente de copioso sudar que según las leyes dominicanas debía ser arrestado y deportado en el más breve plazo al lugar donde se originó mi viaje bucanero.

No opuse resistencia cuando dos agentes con visibles síntomas de malnutrición me condujeron a un cuarto diminuto, desprovisto de toda comodidad, donde debía sobrevivir malamente hasta el momento en que me deportasen a Miami por carecer de un visado para ingresar al país.

Horas más tarde, rogué a los escuálidos agentes que me permitiesen pasar aquella noche en un hotel, acompañado de la dotación policial necesaria para evitar mi fuga, y ofrecí correr con todos los gastos, los míos y los de mis custodios, lo que nos permitiría pasar una noche de severa ordenanza de la ley, pero también de merecido esparcimiento.

Recibí sorprendido la noticia de que mi petición había sido aprobada por los altos mandos policiales del aeropuerto, quienes ordenaron mi traslado a un hotel del malecón en compañía de un solo agente, conminándonos a volver a primera hora para proceder a mi deportación.

Fue en tan azarosas circunstancias como conocí al oficial de la policía dominicana Hipólito Peynado de los Santos, atento servidor de la ley, de contextura más bien rolliza, ya entrado en los cuarenta, casado y padre de tres hijos, portador de arma de fuego, tartamudo, al parecer fatigado, se diría que carente de una inteligencia chispeante y encargado de pasar conmigo una noche en un hotel del malecón.

Si algún improbable televidente me hubiese reconocido en la recepción del hotel cuatro estrellas acompañado de Hipólito Peynado, registrándonos en habitación compartida, pero con camas separadas y mirándonos con creciente simpatía, tal vez habría pensado que nos disponíamos a pasar una noche lujuriosa, no exenta de violencia física, disparos al cielo y apretados merengues en el balcón.

Una vez instalados en la habitación y después de que Hipólito escogiese cama y se resignase a que nos tratásemos de tú, ordenamos una cena pantagruélica de la que dimos cuenta mirando en la televisión un juego de pelota que yo no entendía y libando cerveza helada en un clima de confraternidad cívico-policial que me permitió olvidar por un momento mi oprobiosa condición de malhechor, cosa que recordé en forma inesperada cuando fui al baño y detrás vino presuroso Hipólito con pistola, habiendo sido aquella la única vez en mi vida que meé bajo vigilancia policial.

Acabada la cena, y en vista de la euforia del oficial Peynado, cuyo equipo de béisbol salió victorioso, me permití sugerirle, con el debido respeto, una corta visita al cabaret del malecón, famoso por los bailes a pecho descubierto de unas mulatas de fuego, para mitigar así los rigores de mi captura, sugerencia que él acogió con entusiasmo, a los gritos de “vamos a ver tetas, chico, que la vida no dura cien años”.

Tras caminar unas cuadras en las que Hipólito Peynado aprovechó para hacerme confidencias sobre su vida doméstica (por ejemplo que no le alcanzaba la plata para pagarle una operación de hemorroides a su esposa Usnavy Bendita, cuyo exótico nombre procedía de los buques de la marina norteamericana que los padres de Usnavy supieron admirar, surcando las aguas de Puerto Plata en los años del dictador Trujillo), nos acomodamos en el cabaret elegido, pedimos más cerveza helada, admiramos la belleza de las bailarinas de ébano y nos abandonamos a una conversación vocinglera y escabrosa sobre los presuntos hábitos amatorios de la mujer dominicana.

No bien las chicas concluyeron su rutina de baile, Hipólito Peynado aplaudió con ferocidad en un estado de sobreexcitación que parecía reñido con su uniforme policial, pero ya entonces nos hallábamos ligeramente borrachos y enardecidos por esas cimbreantes mulatas, dos de las cuales no tardaron en acercarse y ofrecernos mimos y caricias a cambio de que pagásemos un precio obsceno por un par de botellas de champagne, las que por supuesto compré sin chistar porque esa fue la orden de mi superior y captor borracho, el agente Peynado de los Santos.

Cuando las chicas nos propusieron modosamente visitar los apartados de aquel antro copetinero para permitirnos una conversación más íntima, salpicada quizá de brotes de ternura, Hipólito no tuvo empacho en marcharse, apretujando a su morena acompañante y abandonándome a mi suerte, en clara desobediencia de sus obligaciones, pues pude entonces huir por el malecón, pero naturalmente preferí pasar a otro apartado pecaminoso en compañía de la bella Panam, la bailarina que me tocó en suerte porque Hipólito eligió a la otra, Braniff, más abundante en curvas.

Tan pronto como cumplí mi tiempo con Panam, advertí que faltaba poco para el amanecer. Traspuse entonces las cortinas del apartado vecino y sugerí a Hipólito que nos retirásemos de ese puticlub hospitalario y volviésemos al hotel, pero mi sugerencia cayó en saco roto porque el agente Peynado, en visible estado de ebriedad y con una morena ovillada a su lado, me pidió de un modo imperioso que pagase una hora más con su amiga, muy pródiga al parecer en caricias y arrumacos, orden que no vacilé en cumplir, pasando por caja y pagando otros miles de pesos para no desobedecer a tan estimable representante de la ley.

Despuntaba el sol en el horizonte cuando volví al furtivo rincón donde se solazaba mi captor con aquella aguerrida mulata, sólo para hallarlo tumbado entre unos cojines, con la camisa abierta, el pantalón mal abrochado, apestando a trago, sin pistola ni dama de compañía y roncando como un condenado. No dudé entonces en despertarlo bruscamente a los gritos gallardos de: “Hipólito, párate, tienes que deportarme”. El alcoholizado oficial abrió un ojo, me miró de un modo patibulario y sentenció, enfadado: “No jodas, chico, déjame dormir”. No me dejé intimidar por su aliento e insistí, a riesgo de provocar una riña: “Pero tienes que deportarme, Hipólito. Es lo que manda la ley”. Fue en vano, pues ya el amigo Peynado había vuelto a roncar pesadamente, ignorando mis exhortaciones a que cumpliera su deber. No me quedó más remedio que sacudirlo con virulencia, sacándolo un instante del pasmo espirituoso en que se hallaba, y preguntarle en el tono más respetuoso: “¿Qué debo hacer mientras duermes, Hipólito?”. Para mi sorpresa, el admirable policía no dudó en despejar mi curiosidad de un modo enfático y pastoso: “Vete pal carajo”. Comprendí que había recuperado mi libertad.

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