La Asamblea Nacional de Venezuela, liderada por la oposición al Gobierno –¿o será mejor decir el desgobierno?- de Nicolás Maduro, está dando el primer paso que requiere ese país para tratar de empezar la reconstrucción de una sociedad en crisis. Se trata de la reconciliación.
La Ley de Amnistía que adelanta el Parlamento es eso, una vía para tratar de bajar las tensiones en una nación en la que las fricciones y los resquemores se han convertido en una política de Estado, primero de Hugo Chávez Frías y luego de Maduro.
El objetivo es buscar una manera de permitir que no sólo los presos políticos más conocidos, como Leopoldo López y Antonio Ledezma, sino decenas de estudiantes, puedan volver a las calles y se incorporen a una sociedad que necesita más que nunca del aporte de todos, de una colaboración integral, y donde se escuchen y se conviva con todas las líneas de pensamiento. Esa es la perfecta definición de la democracia.
Pero Maduro, alérgico a cualquier iniciativa donde se pergeñe un ideal de libertad y tolerancia, quiere torpedear a la Asamblea. Fiel a su estilo de guapetón de barrio, el mandatario de Venezuela -un bocón natural- ha amenazado con arruinar la propuesta.
No hace falta ser un analista muy sesudo para reconocer que el tal “Socialismo del Siglo XXI” ha sido una plaga que tiñó de negro a Venezuela. Con una economía hecha jirones, unos índices de mortalidad superiores a los de una nación en guerra y una escasez alarmante, cualquier mandatario estaría obligado a hacer concesiones. Maduro no parece dispuesto a ello.
En filosofía dicen que del disenso nace el progreso. Pero en este caso en particular, hace falta la unión y tal como lo dice la propuesta de ley, la reconciliación, para empezar a echar a andar un país que no es que se atascó, sino que pareció retroceder un siglo.