El ataque de la osa es lo más impresionante, pero no lo único. La tenacidad y el coraje de un hombre moribundo que logra sobreponerse a las heridas y al abandono en parajes remotos da para mucho, y el director Alejandro González Iñárritu lo aprovecha muy a su manera en The Revenant.
La película está parcialmente basada en la novela The Revenant: A Novel of Revenge (El renacido: una novela de venganza), publicada en el 2002 por el actual representante de Estados Unidos ante la Organización Mundial de Comercio, Michael Punke. El libro tampoco se atiene estrictamente a los hechos reales cuando recrea la historia de Hugh Glass, un explorador y cazador de pieles que, en pleno invierno de 1823, recorrió solo y a duras penas más de 200 millas en Dakota del Sur --al principio gateando-- después que sus compañeros de expedición lo dejaron atrás para que acabara de morirse. Un oso le había desguazado el cuerpo y, como en la película, nadie creía que pudiera salvarse.
Desde la secuencia inicial, Iñárritu deja claro por donde viene su versión: Glass tuvo un hijo con una india, y mientras vivió en la tribu, además de la lengua, aprendió que hay que respirar a toda costa para ganarle la pelea a la muerte. Ese hijo lo acompaña en la expedición, y su suerte jugará un papel crucial en la trama. Si en la vida real y en la novela la fuerza que lo mueve es el afán de venganza porque lo abandonaron, aquí debe haber un trasfondo más elevado y espiritual, recio porque viene de principios muy arraigados en una cultura primitiva. El cineasta quiere que esa formidable resistencia humana del protagonista se asocie con la filosofía de los nativos y no tanto con la audacia del pichón de europeo que sale a conquistar el oeste cuchillo en boca. La vieja bronca de los indios y los cowboys asalta en bloque una leyenda de supervivencia y, por supuesto, Iñárritu está del lado de los indios.
Si no fuera porque la hazaña del verdadero Hugh Glass es de por si avasalladora y sobrevive a su vez cualquier asedio ideológico, esa intromisión bastaría para echar a perder el cuento. Por suerte, apenas lo tiñe levemente. La otra razón es que Iñárritu es un artista, y como tal sabe contenerse. Ve venir el panfleto y lo evita, y consigue hacer un docudrama a riesgo de matar de frío a su equipo. De todas formas, la operación deja un efecto sorprendente: el personaje más genuino no es el Glass de Leonardo DiCaprio, sino el malo, el consecuente Fitzgerald de Tom Hardy. Cada vez me convenzo más de que en cuanto uno trata de entender las cosas bajo la premisa de distinguir buenos y malos, la esencia escapa por alguna parte.
Otra vez, la escena del ataque de la osa es capital, y se convierte en uno de los pilares de la salvación de la autenticidad del filme. Dice Iñárritu que para hacerla usaron todos los recursos de los cuales puede disponer hoy el cine, infiérase animación computarizada sobre el trabajo de los actores, lo que en inglés llaman CGI por Computer Generated Imagery. No le gusta dar detalles de cómo filmaron esa secuencia, pero un periódico de Vancouver, The Province, informa que “la osa” es el actor Glenn Ennis, un tipo de seis pies cuatro pulgadas de estatura y 220 libras de peso que últimamente andaba trabajando como doble de Jason Momoa --una de las estrellas de Games of Thrones-- en los rodajes del largometraje Braven. Ennis cuenta haber estudiado todo lo que estuvo a su alcance sobre los ataques de osos a seres humanos. De ahí sacó la idea de plantarle tranquilamente la pata en la cabeza a “su víctima” en plena carnicería.
“Apúrense, sólo nos quedan un par de horas de luz”, grita un personaje en un momento de The Revenant mientras se disponen a seguir viaje por las montañas. El parlamento debe haber sonado bien simpático en el equipo. Lo mismo sucedía diariamente durante las filmaciones, porque Iñárritu y su director de fotografía, Emmanuel “Chivo” Lubezki, se empeñaron en que todas las escenas se hicieran con luz natural, otra inyección de autenticidad para la película. Seguramente los productores se halaban los pelos, y con razón, pues el presupuesto creció de los $60 millones calculados inicialmente a $135 millones. Al final, gracias a la perseverancia de Iñárritu, los beneficiados fuimos nosotros, los espectadores.