Horacio “El Negro” Hernández es uno de los mejores bateristas del mundo. Antes de venir a Estados Unidos y tocar con Carlos Santana, Paquito D’Rivera, Alejandro Sanz y Michel Camilo, “El Negro” vivía en La Habana y formaba parte de bandas empeñadas en que la mediocridad política no privara a los cubanos de rock en vivo. Pero como casi todo en Cuba, conseguir o reparar una batería no era fácil. Cuando se le rompían las láminas de un redoblante o de un bombo tenía que buscar “placas” de rayos X para arreglarlos. No era raro que sus baquetas descargaran en la radiografía del fémur, el omóplato o el parietal de alguno de los que estaba en la fiesta.
De esas cosas se entera usted al ver A Contratiempo, el documental de Jorge Soliño estrenado hace pocos días en el Teatro Tower, de La Pequeña Habana. Antes de que la mala memoria y el olvido empezaran a enterrar lo que hoy parecen alucinaciones sicodélicas, Soliño se las arregló para reunir testimonios de aquellos invencibles roqueros tropicales, protagonistas de una sublevación que en el fondo era más vital que musical.
Ahí está el recuerdo de los días pasados en celdas de Villa Marista, la sede de la Seguridad del Estado de Cuba, por el imperdonable pecado de interpretar Stairways to Heaven (Escaleras al cielo). Tenga el privilegio de ver lo que dice El Conde, rey de reyes en el abolengo del rock cubano, pero -como Celia Cruz- condenado a morir en Miami sin haber podido volver a cantar en La Habana. Lo difícil que era conseguir una guitarra eléctrica, o los retos de hacerla Made in Cuba, con madera de un escaparate y gruesas cuerdas de piano. Ahí está el bajista que terminaba la fiesta y volvía a casa con los dedos ensangrentados por pulsar esas cuerdas, quién sabe si pensando escribir también la palabra FIDEL en una pared, y al lado una frase, PLEASED TO MEET YOU: HOPE YOU GUESS MY NAME (Encantado de conocerte, espero que adivines mi nombre) El mío, Fidel Castro, no el tuyo. Sé que quieres endiosarte, pero aquí estoy para impedirlo.
Hay que ver las fotos: en casi todas aparece una muchacha. A Soliño le preguntan por qué tantas bandas cubanas de rock en aquella época tenían una mujer entre sus integrantes. Pero no. Era la que cumplía los 15. La censura obligaba a Los Gnomos, a Los Kent, a Almas Vertiginosas, a los Jets, a Los Pacíficos y a todos esos grupos insurgentes a tocar casi siempre en fiestas privadas. La música del enemigo debía hacerse en silencio, o bajito, entre cuatro paredes.
Estos muchachos sacaron la cara no por el rock. Sacaron la cara por la libertad, y la disfrutaron intensamente, lo mismo en salones furtivos que en espacios callejeros a los que entonces llegaba la policía con orejas de hierro. Ellos les ganaban con música de corazón.
Muchas de las entrevistas fueron hechas aquí, en Miami, pero a algunos los fue a buscar a La Habana el eterno cómplice, Jorge Dalton, un salvadoreño -hijo del poeta Roque Dalton- cuya partida de nacimiento sufre hace rato serios trastornos de identidad. Los roqueros de allá se quedaron a vivir su vida donde siempre, y no falta quien confiese que sólo la vive en los recuerdos de una noche a medio camino entre Deep Purple y Led Zepellin. Los de acá han sufrido una doble alienación: cuando eran jóvenes se sentían en el lugar equivocado; cuando llegaron a la meca del rock, ya les habían aguado la fiesta.
Nunca mejor dicho: a contratiempo. Lo aplastante, sin embargo, es oírles decir que fueron felices.
https://www.youtube.com/watch?v=c1MG0iYP8tY