sábado 23  de  marzo 2024
PERIODISTA Y ESCRITOR SATÍRICO

Las orejas frías

Algunos desalmados se lanzan a calentar las orejas de los demás teniendo frías sus manos. Así empezó Bin Laden. Otros, aún peores si cabe, intentan calmar el dolor del frío ajeno con sus vapores, como quien empaña el cristal de una lupa

Diario las Américas | ITXU DÍAZ
Por ITXU DÍAZ

Dramón. Tengo las orejas frías, señal inequívoca de vuelta al trabajo después de Navidad. Lo que mas aprecio de Estados Unidos es su habilidad para ponerle nombres melancólicos a las depresiones. A esta, post-holiday blues. Cuánta poesía para algo tan poco poético como regresar a la oficina, a las tediosas reuniones, y a los pantallazos azules. Y con las orejas frías. No olvidemos lo importante. La vida es un callejón sin salida lleno de búfalos irritados y serpientes venenosas para quien tiene que vivir con el tormento de unas orejas frías.

Con los años, calentar las orejas a quien padece este mal se ha vuelto una costumbre de buenas maneras. Se ahuecan las manos, se mantienen quietecitas, haciendo cueva. ¡Y no se frota! La oreja, junto con la tarjeta de crédito, es uno de los puntos más sensibles de cualquier hombre. Un descuido, una imprudencia, una raspadura fugaz puede provocar terribles escozores o incluso abrir el abominable manantial de la sangre. No querrás ser responsable de algo así. Su superficie es escarpada e imprevisible. Y el frío la vuelve aún más vulnerable. Por eso agradecemos el gesto generoso de quien nos calienta las orejas con sus manos pero podríamos responder con violencia ante quien aprovecha la circunstancia para proceder al frotamiento orejil.

Algunos desalmados se lanzan a calentar las orejas de los demás teniendo frías sus manos. Así empezó Bin Laden. Otros, aún peores si cabe, intentan calmar el dolor del frío ajeno con sus vapores, como quien empaña el cristal de una lupa. Es desagradable e ineficaz, además de infeccioso. La estupidez se contagia de inmediato por vía ótica.

Estas orejas frías que hoy paseo por la calle triste del invierno anticipan madrugones y jefes gruñendo a primera hora. Yo lo hago a menudo a mis subordinados: especialmente a Siri –esa mujer del iPhone-, pero a veces también le chillo al loro del vecino. Esa fuente de hielo en nuestras protuberancias -léase orejas- irradia el malestar a todo el cuerpo y tiñe nuestras jornadas de mala fortuna. Las calles, negras, la nieve, los propósitos felices del nuevo año, olvidados, y las orejas frías.

Todo iría mejor si alguien me calentara las orejas de una vez y pudiera centrarme en hacer de esta columna un canto optimista postnavideño. Pero no. Dolor solitario. Sufrimiento de héroes. Hielo latente. Creo que ya he perdido la sensibilidad en los lóbulos. Y no asoma ninguna mano amiga que quiera aliviarme el trance.

Para calentar la garganta se inventó, con gran ingenio, la bufanda. Para las manos, los guantes. El gorro, para la cabeza. Pero cuando llegó la hora aciaga de ocuparse del asunto de las orejas, los diseñadores idearon un complemento odioso que ningún varón adulto puede vestirse sin provocar hilaridad. Las orejeras son la única prenda que sienta mejor cuando te la olvidas en el armario. No son una opción.

Con todo, este punzante temblor helado no me impide pensar en lo demás. Se acaban las fiestas, volvemos a la rutina, y suena el despertador a esa hora en que las morsas cambian de lado de la cama para afrontar otras doce horas de sueño. No hay consuelo. Salvo la falsa quimera de tener orejas pequeñas.

Influidos tal vez por Dumbo, hay una legión de hombres de orejas gigantes que nos han hecho creer que su circunstancia es feliz, pues les hace interesantes, cuando no irresistiblemente atractivos. Al cabo de los años he aprendido que solo hay algo peor que tener las orejas grandes -mayor superficie a calentar- y es tener las orejas pequeñas. El hombre de orejas pequeñas es peligroso y cruel porque desconoce el padecimiento de tener dos enormes carámbanos colgando de la cabeza, como retrovisores en un trineo polar. Para el varón de breves orejas, la vida siempre es Navidad. No conoce el dolor. Y vive en la infinita desolación y el resentimiento de no haber sentido jamás el placer de tener a una bella dama calentándole las orejas, con su mirada cálida y amorosa, y esos guantes mullidos y acogedores como hogares. Yo tengo las orejas frías, sí, pero al menos puedo presumir de no tenerlas demasiado pequeñas.

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