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@DesdeLaHabana
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LA HABANA. - Sábado 17 de junio. Después de preparar un puré de malanga, Sonia, 78 años, llamó a su esposo José Ramón López, para que fuera a almorzar. Encendió la tele para ver el noticiero del mediodía y fue a la habitación. “Viejo se te enfría la comida”, le dijo, mientras lo zarandeaba por el hombro. Había fallecido.
López murió la fecha antes del día de los padres, setenta y dos horas antes de cumplir 85 años. Su hija mayor había viajado desde Madrid para celebrar el cumpleaños. Oriundo de Santa Clara, en la antigua provincia de Las Villas, José Ramón López Rodríguez era un tipo genial. Su vida da para un libro y una serie de Netflix.
En 1964 se graduó de ingeniero eléctrico en la Universidad de La Habana y un año después funda la revista Juventud Técnica, que tuvo gran aceptación entre la población. Su profesión no le impidió realizar investigaciones serias y profundas sobre la importancia de la nutrición en la salud, el medio ambiente y el cuerpo humano. Fue promotor de las carreras de maratón y durante años corrió como maratonista por las calles habaneras.
Un ejemplo de la versatilidad del ingeniero López es este fragmento de Mis vivencias con la comida china:
"En Santa Clara, donde pasé mi infancia y primera juventud, fue donde probé comida china por primera vez. Fue una tarde que mi padre me llevó a la hortaliza o huerto de unos chinos, a comprar ensalada para la comida. El chino no sabía cómo halagarnos y nos dio a probar unas salchichas que él mismo había hecho y ahumado durante varios días, colgándolas sobre su fogón de leña. Me supieron a gloria. A un restaurante chino por primera vez fui a principios de 1956. Una noche, tres o cuatro compañeros universitarios que vivíamos en la misma casa de huéspedes en La Habana, fuimos a comer arroz frito al restaurante chino que había en el Mercado de Carlos III.
"Me encantó el arroz frito y quedé embullado para cuando me sobrara un peso, volver de nuevo. Pero la Universidad estuvo cerrada desde diciembre de 1956 hasta mayo de 1959, que fue cuando pude continuar mis estudios de ingeniería. Un amigo me invitó a comer en el Hou Yuen, pequeño restaurante chino para gente pobre, en Infanta casi esquina a Neptuno, cerca de la Universidad. Ese amigo se llamaba Pedro Luis Boitel y presidía la Asociación de Estudiantes de Ingeniería, de la cual yo era colaborador. La comida, consistente en sopa china, arroz frito, cerveza y café, fue muy agradable. Nos la pasamos hablando de la política nacional, de los problemas en la Universidad y, por supuesto, de la comida china. Volvimos al mes siguiente, pero esa vez yo invité a Boitel (fallecido el 25 de mayo de 1972, después de 53 días de huelga de hambre en la prisión del Castillo del Príncipe).
Al ser octogenario, López vivió en la Cuba anterior a 1959, en la de los primeros años de la supuesta 'revolución para los pobres' y en la que cuando una persona fallece comienza un calvario familiar.
“Había un solo carro fúnebre para toda La Habana. Imagínate, una ciudad con dos millones y medio de habitantes y más de quince funerarias. Mi hija tuvo que pagar por debajo de la mesa para acelerar los trámites. Medicina Legal es un asco. Sin aire acondicionado, un hedor tremendo y los cuerpos amontonados unos encima del otro. Otro billete para apurar la autopsia. Y la cremación ni te cuento: ahora la hacen en Berroa, en la Habana del Este, lejísimo del centro de la ciudad y tienes que llegar por tus propios medios. Cuesta 340 pesos. Pero si no quieres que el difunto esté un mes sin cremarlo también tienes que pagar dinero por la izquierda. Una falta de sensibilidad total. El Estado ni siquiera es capaz de brindar una atención decente cuando un ciudadano fallece”, se queja su viuda.
Dalia, ama de casa que recientemente tuvo que enterrar a su madre, vecina del poblado de Quivicán, a unos 40 kilómetros del centro de La Habana, aseguró que “la ambulancia de Medicina Legal nunca fue a recoger el cuerpo, que como ya apestaba, la tuvimos que llevar a hacer la necropsia en la carreta de un tractor. Luego en la funeraria teníamos que estar atentos, porque si te mareas (te entretienes) al difunto le roban la ropa, los zapatos o cualquier otra prenda”.
Eduardo, taxista, comenta que “si no tienes dinero para pagarle a un carpintero particular que te haga un sarcófago con un mínimo de calidad, corres el riesgo que en medio del entierro la caja se desfonde. Lo viví en primera persona. Estábamos enterrando a mi padre, que no fue una muerte inesperada, pues padecía de cáncer y la familia con tiempo encargó un sarcófago a un carpintero privado, cuando en el entierro que precedió al nuestro, la caja se despedazó y los sepultureros recogiendo la osamenta esparcida por el cementerio. Una escena lamentable. En Cuba nada funciona”.
En una carpintería estatal en Bejucal, municipio de la provincia Mayabeque al sur de la capital, los sarcófagos se amontonan en un cubículo sin ventanas rodeado de aserrín y rollos de tela negra, a la espera de que la empresa de servicios funerarios pasen a recogerlos. “Son de pésima calidad. La peor madera. Igual que la tela que recubre los ataúdes y los enchapes, que son de lata. Las cajas vacías hay que moverlas con cuidado porque la madera se agrieta con cualquier golpe. Como hay déficit de cristales, le ponemos un pedazo de acrílico en la cabecera, que al enterrar a la persona se lo quitamos para usarlo en otras cajas”, explica un trabajador de la carpintería.
Los servicios funerarios en Cuba son administrados por el Estado. Según Caridad, 65 años, profesora, los problemas van más allá de no poder elegir un sarcófago de calidad. “Hace una semana falleció mi padre. Aquello fue tremendo. La ambulancia demoró quince horas para trasladarlo de la casa al hospital y después otras cinco horas para llevarlo a la funeraria. En la funeraria de Santa Catalina, en La Víbora, no había ni café. Las coronas que ofertan los establecimientos del Estado tienen las flores marchitas y están chapuceramente confeccionadas”.
Alberto, dueño de una cafetería en Arroyo Naranjo, desembolsó más de 200 dólares en los trámites mortuorios de un pariente. “Compré un ataúd hecho por un carpintero particular que me costó 100 dólares. Y gasté otros cien dólares en alquilar autos, comprar comida a los familiares y coronas bien realizadas. Le pagué mil pesos a un trabajador de la funeraria para que maquillara el cadáver y 500 pesos a cada sepulturero para que me colocaran una jardinera con flores blancas y velaran que no sustrajeran el cadáver”.
La prensa independiente ha reseñado casos de robos de osamentas humanas en los cementerios para utilizarlos en 'trabajos' de cultos animistas. “Los paleros, sobre todo. A veces escudándose en la noche se roban los huesos. O les pagan a custodios del cementerio que ganan una miseria (poco más de dos mil pesos), y por diez o quince dólares les da igual que se lleven a cualquier muerto”, aclara un trabajador de la necrópolis de Guanabacoa.
Por eso en La Habana se ha puesto de moda incinerar a los muertos. “Cobran 340 pesos (alrededor de 16 dólares). Es un proceso rápido. Luego colocan las cenizas en un recipiente y se guardan en casa, lo esparces en el mar u otro sitio donde el fallecido haya pedido. Pero como en la lista de espera hay tantos difuntos, debes pagar tres mil pesos para agilizar el trámite”, explica Darién, quien guarda las cenizas de la madre al lado de su cama.
Un sepulturero del Cementerio de Colón, en La Habana, afirma “que un tiempo atrás recibíamos una estimulación salarial si enterrábamos 50 cadáveres cada mes”. Supuse que era una broma. Pero no lo es. Rastreando en internet encontré que hace ocho años el periodista independiente Moisés Leonardo Rodríguez, publicó una nota en CubaNet donde confirmaba que, en el cementerio del Mariel, provincia de Artemisa, la empresa funeraria local premiaba salarialmente a sus trabajadores si efectuaban 34 entierros mensuales.
Una empleada de la funeraria Mauline, ubicada en Arroyo Naranjo, corrobora que durante un tiempo “a los trabajadores de servicios fúnebres se le pagó a destajo, o sea, por la cantidad de muertos. Durante la pandemia, cuando fueron miles los fallecidos, quitaron esa estimulación, dijeron que estábamos ganando mucho dinero. Y pusieron una serie de normas que nunca se cumplen. Trabajar en una funeraria o de sepulturero es la última carta de la baraja”.
Y es que, en Cuba, hasta la muerte es una complicación.