Por: Luis Gonzales Posada
El autor es abogado, diplomático y político peruano
Por: Luis Gonzales Posada
El autor es abogado, diplomático y político peruano
Antonio de Icaza era un embajador mexicano inteligente y culto, a quien conocí cuando coincidimos como representantes de nuestros países en la Organización de Estados Americanos (OEA).
Nuestro primer encuentro fue altamente confrontacional porque en una sesión de trabajo del Grupo Latinoamericano (Grula) solicité convocar al Consejo Permanente para analizar la grave crisis política de Haití, país caribeño muy pobre y estrangulado por las dictaduras de la familia Duvalier (Francisco, que gobernó de 1957 a 1971, y Jean Claude, de 1971 a 1986).
Fueron 29 años de terror, sufrimientos, masacres y corrupción.
Una época de oscuridad, donde 60 mil personas fueron asesinadas a machete o bala. Un genocidio que rememora la “limpieza étnica” de los años 1937-1938, dispuesta por el general Rafael Leónidas Trujillo, que ordenó ultimar a 30 mil braceros haitianos residentes en República Dominicana.
En ese tiempo de oprobio, la prensa informaba sobre sistemáticas violaciones a los derechos humanos y el saqueo de fondos públicos - se estima que los Duvalier amasaron una fortuna de 500 millones de dólares -, ante lo cual consideré indispensable un pronunciamiento del organismo hemisférico, en cumplimiento de principios rectores consagrados en la propia carta fundacional de la OEA.
No pude lograr ese objetivo por la férrea e irreductible oposición del embajador Icaza, que apeló al principio de no intervención.
Un libro sobre su trayectoria, publicado el 2009 por la Secretaría de Relaciones Exteriores de México, explica esa rigidez señalando que en esos años la OEA “estaba sujeta a fuertes presiones para intervenir en la promoción de los derechos humanos y la democracia. La postura de México era contraria a cualquier escrutinio del exterior”.
El país azteca, en efecto, mantenía como dogma de su política internacional la doctrina Estrada, enunciada por el canciller Genaro Estrada Félix el 27 de septiembre de 1930.
Dicha teoría consagra dos principios: el derecho a la libre determinación de los pueblos y la no intervención.
Lo segundo implicaba que México sólo debía limitarse a “mantener sus agentes diplomáticos en el exterior y aceptar diplomáticos extranjeros sin calificar, ni precipitadamente ni a posteriori, el derecho que tengan las naciones extranjeras”. Y, por supuesto, a no decir una palabra ante los infames crímenes que se cometían en nuestro hemisferio contra pacifistas, demócratas y luchadores sociales.
Sobre ese rígido principio, el escritor y ex Secretario de Relaciones Exteriores, Jorge Castañeda, sostuvo que su país se vio impedido “en denunciar regímenes totalitarios y sus atrocidades, lo que afectó no solo a las sociedades involucradas sino a la comunidad internacional en su conjunto”.
Los presidentes Fox, Calderón y Peña Nieto flexibilizaron esa norma, pero Manuel López Obrador volvió a la tesis original.
Su administración, empero, violó ese planteamiento permitiendo que el entonces asilado Evo Morales organizara bloqueos de carreteras para que no ingresen camiones con comida a las ciudades bolivianas.
Más adelante evitó pronunciarse sobre la represión del gobierno de La Habana contra pacíficos manifestantes que demandaban democracia y libertad, con el argumento que “somos respetuosos sobre las políticas que se toman en otros países. No somos injerencistas”, al mismo tiempo que si lo era calificando de “canallesco” el bloqueo norteamericano a Cuba.
Ahora López Obrador ha sepultado la doctrina Estrada al intervenir desembozadamente en asuntos del Perú.
Lo ha hecho al enviar a dos ministros para atender un pedido de auxilio del mandatario Pedro Castillo.
Lo anecdótico es que el mandatario mexicano justificó su intromisión diciendo que lo hizo porque pretendían vacar a Castillo por desconocer el resultado de la segunda vuelta, lo que no es verdad como puede acreditarse de la simple lectura de la moción parlamentaria y por considerar inaceptable que con 40% de votos procediera el desafuero, lo que tampoco es cierto, ya que para hacerlo se necesitan 87 y no 56 votos.
Menos cierto es la afirmación que no dejaban entrar al Congreso al presidente Castillo con su sombrero chotano y que los “pitucos” se tapan la nariz cuando lo ven pasar.
Sin duda, mal informaron deliberadamente a López Obrador. No sabemos si fue el propio presidente peruano para victimizarse o irresponsables asesores suyos.
Cuando escribo esta nota recuerdo vivamente al embajador Icaza e imagino su desconcierto de haber conocido que un presidente mexicano extendiera tan lastimosa partida de defunción a una doctrina que tiene (o tenía) 91 años de existencia.