MIAMI.- Para nadie es un secreto que hacer una película es mitad arte y mitad negocio… aunque a veces la balanza se incline más de un lado. Independientemente del esquema de producción, hacer un largometraje es costoso por la cantidad de talentos involucrados, equipos, locaciones, comidas, tiempo dedicado exclusivamente al proyecto, gira de medios, permisos, etc. Como cualquier otra industria, la del entretenimiento siempre va a querer la mayor cantidad de beneficios por el dinero invertido, a pesar de que muchas veces esto vaya en detrimento del valor artístico del producto final. Es por eso que cuando una historia es rentable y posee el potencial de tener múltiples secuelas los estudios desean exprimirla hasta la última entrega (muchas veces, alejándose de esa esencia que la hizo única en primera instancia). Este es, precisamente, el caso de Bad Boys: Ride or Die, el nuevo capítulo de esta franquicia tan amada y que plantea una disonancia irreconciliable entre lo que cuenta y cómo nos lo cuenta.
La historia comienza con dos hechos que cambian por completo la vida de nuestros protagonistas: Mike Lowrey (Will Smith) se casa y Marcus Burnett (Martin Lawrence) sufre un infarto fulminante. Esto hace que la actitud de ambos frente al trabajo cambie de forma radical, transformando a Mike en un tipo más cauto y a Marcus en uno más arriesgado (invirtiendo la fórmula que solía sostener las primeras entregas). Las cosas se complican cuando la memoria del Capitan Howard (Joe Pantoliano), su difunto jefe, es vilipendiada luego de una sospechosa muerte que podría vincularlo a un poderoso cartel del drogas. Esto hace que Mike y Marcus se embarquen en una misión que los terminará llevando a desenmascarar un caso enorme de corrupción policial que podría costarles la carrera y la vida.
Escrita por Chris Bremmer (Bad Boys for Life, The Man from Toronto) y Will Beal (Gangster Squad, Aquaman), Bad Boys: Ride or Die, sigue los pasos de su precuela poniendo el acento en los cambios de paradigma que sufren los protagonistas gracias a su edad. La gran diferencia es que ahora la dupla pasa a vivir la dinámica de “pareja dispareja” (típica de las Buddy Cop Movies) yéndose a dos extremos: Mike comienza a sufrir ataques de pánico al ser consciente de su vulnerabilidad (gracias a la muerte de su jefe) y Marcus actúa como si fuese un adolescente despreocupado que se cree inmortal (por una visión psicodélica que tuvo durante el infarto que sufrió). Esto permite que esta entrega siga los pasos del humor y la auto-parodia de Bad Boys for Life, pero diferenciándose por completo con ella en términos de tono. Lastimosamente, las dinámicas entre estas polaridades se terminan transformando en una serie de chistes y malos entendidos que poco nos permite profundizar en los protagonistas (donde siempre ha estado el corazón de la franquicia). En paralelo, el desarrollo del conflicto principal del guion parece una suerte de homenaje al cine de acción de los 90s (con todos los tropos que hemos visto mil veces: corrupción policial, inculpar a los héroes de crímenes que no cometieron, carteles de droga, villanos unidimensionales, diálogos expositivos, etc) donde lo importante no son Mike y Marcus si no las situaciones enrevesadas en las que terminan y que sirven de excusa para crear momentos donde el único hilo conductor es la acción. No obstante, como ya es su trademark, Bad Boys: Ride or Die también tiene mucha comedia, pero esta no siempre surge de forma orgánica en la concatenación de escenas, sino a través de pequeños sketches aislados que sirven para incluir varios cameos de celebridades o product placement que, en la mayoría de los casos, terminan sacándonos de la película y poco o nada aportan a la trama principal.
Principal atractivo de la película
Sin lugar a dudas, el principal e indiscutible atractivo de Bad Boys: Ride or Die es la dirección de Adil El Arbi y Bilall Fallah (Bad Boys for Life, Ms. Marvel, Rebel), quienes suben la barra de su trabajo previo al crear todo tipo de secuencias alucinantes. Desde peleas cuerpo a cuerpo con armas de fuego a lo John Wick, conflictos cuya resolución supera las leyes de la física a lo Fast & Furious, juegos con la perspectiva de cámara (con el snorricam y emulando la primera persona al mejor estilo FPS), drones que atraviesan tiroteos con coreografías complejas, time lapses de Miami, hasta momentos oníricos que rozan la psicodelia: este largometraje tiene de todo. Su talón de Aquiles está en los momentos de la trama donde la acción es nula (como conversaciones u otras interacciones inocuas) en los que, para no bajar el ritmo, sus directores abusan de una sobre estimulación visual con cambios violentos entre valores de plano, angulaciones y movimientos de cámara que terminan dándole a Bad Boys: Ride or Die el feeling de un videoclip de Reggaeton dirigido por un Gen Z. Elección arriesgada que revitaliza la franquicia con un lenguaje visual más moderno, pero que a veces termina yendo en detrimento de la historia (porque la película se siente como si fuese una serie de viñetas concatenadas con B-Roll de al ciudad más que una trama que de desarrolla de forma natural llevándonos del punto A al punto B sin mayor aspaviento).
Esta estética de videoclip urbano se ve potenciada por la cinematografía de Robrecht Heyvaert (Bad Boys for Life, Ms. Marvel, Rebel) que, en muchas escenas, utiliza luces mezclando múltiples colores creando un look de discoteca casi perenne (y en locaciones tan disímiles como un hospital, una mini market o un parque abandonado). Por supuesto, donde Heyvaert brilla —al igual que los directores— es en las secuencias de acción donde la estética de cada cuadro jamás se pierde a pesar de la cantidad enorme de cosas que suceden en él y—con la cámara en movimiento sin parar. A este dinamismo se le suma el montaje de Asaf Eisenberg (con una amplia trayectoria editando programas de televisión en vivo y series) y Dan Lebental (Bad Boys for Life, Spider-Man: Far from Home, Ant-Man, Thor: The Dark World) que juegan con velocidades de cuadro (acelerando o dilatando algunos momentos para crear tensión o comedia) y mantienen un ritmo de edición eléctrico brincando de un plano a otro todo el tiempo. La suma de todas estas partes hace que Bad Boys: Ride or Die tenga cierta velocidad hipnótica de la que es difícil despegar la vista (como cuando hacemos scrolling en redes sociales).
Las actuaciones de la película son otro punto controversial. Por un lado, Will Smith está mucho más bajo perfil y serio que en otras entregas, lo que hace que no brille tanto como antes. En el otro extremo, Martin Lawrence está excesivamente histriónico lo que a veces funciona muy bien (los mejores chistes de la película son cortesía de él), pero en otras ocasiones roza lo ridículo (los peores momentos de la historia también se los debemos a él). Al mismo tiempo, la dupla que forman los protagonistas sigue estando tan fresca como el primer día, aunque el desarrollo del guion vaya en detrimento de profundizar en ellos. Eric Dane cumple a cabalidad con su rol de villano genérico y unidimensional, lo malo es que su presencia se va diluyendo en la trama: su presentación es épica y cada interacción que tiene con los protagonistas está llena de conflictos, pero su arco cierra de una forma que no es precisamente la más original. Como en la entrega pasada, Alexander Ludwig y Vanessa Hudgens están divertidos, Jacob Scipio sigue siendo un bad-ass que se roba todas las secuencias de acción que protagoniza y Paola Núñez comienza encarnando un personaje un poco cliché en sus dinámicas con su jefe Ioan Gruffudd, pero termina ganando fuerza hacia el final de la historia. La que brilla en cada uno de sus momentos y que es una de las gratas sorpresa de Bad Boys: Ride or Die es Rhea Seehorn. Aunque encarna el típico personaje que se embarca en una búsqueda implacable y que esconde su emocionalidad detrás de acciones frías, es la única que está en el tono correcto durante toda la película (y cuyas motivaciones y acciones son congruentes con todo lo que pasa).
Bad Boys: Ride or Die, es el vivo ejemplo de cómo un guion flojo en manos de directores hábiles puede ser divertido, pero jamás memorable. Aunque posee secuencias de acción interesantes (algo difícil de decir en un mundo post-John Wick) y un ritmo mucho más cercano a la modernidad que a las clásicas Buddy Cop Movies, la historia se desarrolla como el cine dominguero con el que todos crecimos en televisión (sin mucha profundidad ni vueltas de tuerca que le pongan algo de sazón al guion). A pesar de esto, la película fluye sin mayor contratiempo y cumple con su cometido de invitarnos al cine a desconectarnos de todo, pasar un buen rato y dejarnos llevar por la acción sin meterle mucha cabeza a lo demás. Si la precuela exploraba el ocaso de dos tipos duros que se enfrentan a los achaques de la edad, esta entrega se enfoca en la necesidad de disfrutar la vida con la espontaneidad de un niño y sin dejar que el miedo y los errores del pasado nos paralicen. Ambas lecciones que, aunque están muy enterradas en el subtexto y no terminan de desarrollarse como quisiéramos en pantalla, al menos nos sirven como excusa para reflexionar sobre algunas verdades inmanentes a la naturaleza humana (algo que siempre vamos a agradecer).
Lo mejor: la versatilidad de sus directores para jugar con múltiples recursos en su puesta en escena y construir secuencias de acción trepidantes. El ritmo violento que tiene la película de principio a fin. La química de Will Smith y Martin Lawrence. Las apariciones de Rhea Seehorn.
Lo malo: los múltiples cameos que tiene no terminan de estar articulados dentro de la historia. El guion es el más flojo de toda la franquicia. La poca sutileza del product placement. Martin Lawrence a veces está demasiado histriónico y Will Smith demasiado bajo perfil.