La amistad entre April y Oso
April Wood se encontró cara a cara con el oso polar exactamente tres semanas después de llegar a la Isla del Oso.
Pero April Wood no era una niña corriente. Antes de ir con su padre a vivir a una isla en el Círculo Polar Ártico, donde él estudiaría el cambio climático, ya era una activa conversadora con los animales de todo tipo. Buscaba a los animales hambrientos, a los heridos, a los solitarios, y les procuraba consuelo. Y, por supuesto, también entablaba amistad con ellos. Porque April es una niña mágica. Una de esas niñas que muchos están convencidos que no existen. Está segura de que puede entablar amistad con cualquier ser vivo siempre que le dedique el tiempo y la atención necesaria.
Su padre, científico en una universidad, no prestaba demasiada atención a su hija. Vivía enfrascado en la ciencia, pero lo cierto es que esto lo hacía para combatir el dolor por la pérdida de su esposa, la madre de April. La niña perdió a su madre tras un accidente de tráfico cuando ella sólo contaba cuatro años.
Desde entonces, creció un poco a su aire, con un padre ausente y una abuela a quien, aunque adoraba, tenía demasiado lejos para servirle de modelo. Por eso April se cortaba el pelo ella misma con tijeras de manualidades, aprendió a cuidar de un padre que no recordaba alimentarse, y descubrió los secretos caminos que hacen posible que una niña se haga amiga de zorros silvestres. E incluso, más adelante, de un oso polar. Porque tenía la certeza de que todos los animales tienen voces internas, de que es posible entenderlos. Y que, si no todos son capaces de comunicarse con un erizo, es probablemente por no invertir la energía y la paciencia necesaria.
La casa familiar era un edificio alto y estrecho, capaz de transmitir la infelicidad de su propietario. Dentro siempre hacía frío, y el polvo cubría muebles y adornos. Para la niña era como si la casa padeciera una enfermedad, como si algo faltara. Quizás por eso prefería pasar su tiempo en el jardín trasero, donde, entre arbustos crecidos y descuidados, habitaban pequeños animales, fauna urbana.
Así que cuando Edmund Wood, el padre de April, recibió la oferta de irse a vivir a la isla del oso, a ocupar el puesto de científico residente y recoger las medidas climatológicas que se emplearían en conocer las condiciones del clima global, el hombre no se lo pensó ni un momento.
libro el último oso - ilustracion interna
Una de las ilustraciones del libro.
Duomo ediciones/Spanish Publishers
Su hija y él iban a vivir seis meses a un lugar repleto de montañas interiores, arroyos, lagos, y frío, mucho frío. Amén de solitario, ya que la Isla del Oso, que en el pasado solía acoger una colonia de pescadores-cazadores, no era habitable. Pero en aquel lugar, a pesar de su nombre, ya no quedaban osos. Se lo aseguró a la niña su padre, así como el hijo del capitán que los transportó en su pesquero hasta su destino. Y en ese mismo barco, una desilusionada April escuchó por enésima vez que los osos estaban separados de la isla por el océano. En Svalbard. A quinientos kilómetros de distancia.
Pero en cuanto llegaron a su destino, dos cabañas de madera, una para alojarse, y la otra con el laboratorio, su padre la dejó sola. Y entonces fue cuando una niña que empezaba a sentirse desengañada al estar en una isla sin zorros, búhos, erizos, conejos ni gatos, decidió explorar. Y se dio de bruces con algo que todos afirmaron imposible. Un enorme, peludo, blanco y solitario oso polar. Un oso hambriento, con una pata herida, en la que tenía enredada basura marina de la que flota por todos los océanos del planeta.
A pesar de sentir algo de miedo, la niña comenzó un proceso similar al que seguiría con cualquier animal silvestre que encontraba en su casa. Lo buscaba todos los días, le llevaba comida, pues veía lo flaco que se encontraba, le hablaba e interpretaba sus gruñidos, sus movimientos desproporcionados y sus miradas como lo que eran, no como lo que vería un humano aterrorizado. Se diría que al principio compraba la amistad de Oso, pues así lo llamó, con galletas y mantequilla de cacahuete. Pero llegó un momento en que le permitió acercarse, y entonces ella, con gran valor, liberó la pata delantera del animal del enredo que le impedía cazar.
Conforme pasaron los meses, April alimentó su increíble amistad con Oso. El animal le permitía montar en su lomo, y de ese modo recorrían lugares con nombres como la Bahía de la Morsa, escarpados acantilados congelados, e incluso la solitaria cueva en la que Oso vivía.
April se iba volviendo cada vez más oso y menos niña. Aprendió a rugir. No como un ser humano, no. Sino como un oso. Aprendió a detectar lo que dice el ártico escuchando al viento, al hielo y la tierra. Incluso llegó a reconocer el olor de Oso en el aire.
Llegó el momento en que la niña se preguntó cómo llegaría aquel animal a la isla. No había hielo entre Svalbard y la Isla del Oso. Y es aquí, una vez más, donde la naturaleza de la relación especial entre Oso y April se puede percibir. Oso llegó a la isla con su madre, cuando no era más que una cría. Pero al desaparecer el hielo por el que debieron llegar, se quedaron atrapados, y el hambre acabó con la vida de la madre de Oso. Una experiencia, la orfandad, que April conoce bien. Desde entonces Oso vivía solo. Ningún ser humano lo buscó, y necesitaba el coraje de una niña para ser hallado.
Cuando el verano llegó a su fin April temió dejar solo a Oso. Juntó provisiones y se hizo a la mar en una vieja embarcación varada, con el objetivo de llevar a Oso a Svalbard. Pero una niña y un oso en una barca de madera no podían llegar lejos en el mar del norte. Cuando un temporal volcó la embarcación, Oso evitó que April muriera ahogada.
Para entonces, Edmund ya había dado la alarma de la desaparición de su hija. Y con la ayuda del mismo barco pesquero que los transportó, encontraron a la niña y al oso en el mar. Edmund descubrió la existencia de Oso al tiempo que comprendió lo desatendida que había estado su hija. Y medió para que Oso, encadenado en la bodega del barco, fuera llevado a Svalbard.
Escrita con prosa sencilla pero imágenes potentes y conmovedoras, es una novela infantil digna de ser leída y capaz de inspirar a generaciones de guerreros medioambientales.
Más sobre la autora
Hannah Gold creció en una familia donde los libros, los animales y la belleza de nuestro entorno estaban siempre presentes. Su pasión es escribir historias donde compartir su amor por nuestro planeta.
Corrió una vez la Maratón de Londres, ha visto nacer una camada de gatitos debajo de su cama, y durante diez años ha sido profesora en distintos centros. Cuando no está escribiendo, anda ocupada buscando cuál será el animal de su próxima historia o practicando su rugido.