La politización de las protestas, y su manipulación con fines electorales, alientan una agenda radical que amenaza los pilares de la democracia americana.
La politización de las protestas, y su manipulación con fines electorales, alientan una agenda radical que amenaza los pilares de la democracia americana.
Se equivocaron nuevamente los futurólogos.
Decían —a propósito de la pandemia— que nada sería igual, que muchas cosas en lo adelante cambiarían para siempre. Que este era el punto de viraje. En realidad, el viraje está ocurriendo ahora mismo: puede que la democracia americana, que en 1831 maravilló a Alexis de Tocqueville, haya iniciado el declive que tantos agoreros predijeron.
El panorama me horroriza, pero tal vez me equivoque. Mejor sería.
Brutalidad policial: ¿tema prioritario?
Claro que es imprescindible limitar, con diversas medidas, el abuso policial. Pero convendría que se inscribiera dentro de una reforma mayor que aborde integralmente el tema de la violencia en toda la sociedad, incluya leyes más estrictas contra los delincuentes de cuello azul y blanco, así como mayor diligencia en los procesos judiciales.
En contraste, cobra fuerza la idea de eliminar los departamentos de policía, reducirlos o disminuir su presupuesto. El Consejo de la Ciudad de Minneapolis aprobó el desmantelamiento de ese departamento, una medida a todas luces, extrema y disparatada, en tanto pudiera agravar las cosas. Es de esperar que otras ciudades sigan pronunciándose con medidas parecidas. La reciente iniciativa demócrata para fiscalizar y castigar la conducta policial reprobable subraya la tendencia y la sitúa en el centro del debate político.
Sin duda, es muy lamentable la muerte de George Floyd. Los policías implicados en su asesinato deben pagar por sus nefastas acciones. Pero ello no es motivo para destruir e incendiar negocios y propiedades. Nada justifica el vandalismo y el saqueo (¿cuál es la relación entre el abuso del policía Derek Chauvin y el robo de zapatillas y televisores HD?).
Lamentablemente, la feminista y líder del movimiento Black Lives Matter, Tamika D. Mallory, tiene otra opinión: “Me importa un carajo si queman Target, porque Target debería estar en la calle con nosotros pidiendo la justicia que nuestra gente merece (…) No nos hablen de saqueos. Ustedes son los saqueadores. América ha saqueado a la gente negra” (Citado por BBC News Mundo, 5 de junio).
¿Comprenden ahora mi alarma?
Como ya expresé, la brutalidad policial debe atenderse, pero el tema no debería politizarse. Si durante el 2019 hubo más de mil muertes de civiles, de todas las etnias, como resultado de disparos de la policía (Mapping Police Violence), la cifra es mínima comparada con los cientos de miles de acciones policiales necesarias, efectivas, emprendidas en el marco de la ley. Con todo, un solo atropello, no digamos un asesinato, es merecedor de repulsa y enjuiciamiento legal. La disyuntiva no puede ser tampoco “justicia o violencia”.
Materia de protestas
Existen cuestiones mucho más generales y urgentes sobre las cuales sería muy bienvenida una ola de demostraciones (pacíficas, sin agendas, sin demagogia). Pasemos revista:
Sea la necesidad de un seguro médico universal (negros e hispanos son los más desprotegidos); el mercantilismo voraz de las empresas farmacéuticas o la preparación (en serio) ante otra potencial pandemia.
Las millonarias deudas de los graduados universitarios o el atraso incomprensible en la digitalización de la enseñanza, demostrada en esta azarosa experiencia de la escuela en casa durante la pandemia. Es trágico que negros e hispanos tengan la más baja tasa de graduados a escala de High School y enseñanza superior.
El narcotráfico, la drogadicción y, en particular, la epidemia de opioides causan miles de muertos cada año y se ceba, sobre todo, en la población negra.
A fin de cuentas, sería formidable levantar las voces contra la cultura de la violencia, responsable de la falta de control en la tenencia de armas; detener las masacres en las escuelas, ya una triste regularidad, la enorme cantidad de asesinatos en las inner cities.
¿Se imaginan a la gente abarrotando las avenidas de Los Ángeles, Nueva York, Miami y Chicago, levantando pancartas, bautizando calles, cantando himnos, coreando consignas en torno a cada uno de estos temas? ¿Acaso no persuadiría a los políticos, que suelen no hacer nada —salvo cambiar votos por promesas— de afrontar estos colosales problemas que afectan a todas las razas y grupos sociales?
Si algo positivo encierran estos acontecimientos, en los que se entremezclan duelo, destrucción y descontento, es que han puesto sobre la mesa la necesidad de avanzar en la solución del conflicto racial. Porque, si bien ciertas demandas (atención médica, vivienda, educación y empleo) favorecen a toda la sociedad, son las minorías, ante todo, negros e hispanos, las más beneficiadas.
Hipocresía global
La protesta ya se ha globalizado. Siendo un problema tan viejo como el mundo, el racismo será siempre motivo de abominación, por lo cual muchas personas se han sumado a causa tan noble. Pero sería ceguera no advertir que muchos lo utilizan con otros fines y agendas o lo hacen por mimetismo o afán mediático. Hasta el Papa, tan comedido en asuntos espinosos, se ha apresurado a condenar el “pecado del racismo”.
Curioso. Francisco, quien durante su visita a Estados Unidos en el 2015 se despachó criticando al “capitalismo salvaje”, en Cuba pareció sentirse cómodo y ni siquiera protestó privadamente cuando la policía impidió que un grupo de creyentes asistiera a un encuentro ya concertado. ¿Y qué hubo del “pecado de la represión”?
En el 2003 fueron fusilados tres jóvenes negros que habían secuestrado una lancha para huir a Estados Unidos. Tres asesinatos. Los hechos nunca levantaron manifestaciones en ningún lugar. En la isla, la Conferencia de Obispos Católicos condenó las ejecuciones, pero no lo hizo el Vaticano. La noticia fue titular de The New York Times, pero los reverendos Jesse Jackson y Al Sharpton no dijeron una palabra.
Sí, demasiada hipocresía y demagogia. Las manifestaciones han sido aprovechadas para vertebrar la desaprobación del presidente del país. Naturalmente, sus opositores —demócratas, feministas, LGBT, ultraizquierdistas, antifas— llevan agua a su molino. En el 2015, a propósito de los disturbios y saqueos que paralizaron Baltimore motivados por la muerte de un joven negro a manos de la policía, el presidente Barack Obama condenó los actos de “delincuentes y maleantes”. Esta vez, aunque el vandalismo fue mayor, más extendido y versátil (con la inclusión de cócteles Mólotov), no se pronunció de igual modo.
En verdad, el mismo presidente contribuyó a caldear una situación ya explosiva. Sin duda podría haber prescindido de esa foto frente a la Iglesia de Saint John, en la plaza Lafayette de Washington, que llevó a dispersar a los manifestantes con balas de goma y gases lacrimógenos. ¿Y cómo entender que mencionara a George Floyd al celebrar el descenso del desempleo?: “Debe de estar mirándonos desde allá arriba pensando que hoy es un gran día para nuestro país”. (Pero ¿lo ha ordenado santo?).
Abundan los epítetos de “fascista” y “dictador” que los medios de comunicación remachan. Denostar al presidente (“Fuck Trump”, gritaban en Washington) es el “tiro al blanco” de la feria.
Sin alternativa real
Trump reúne todo lo que puedo detestar en una persona: ególatra, prepotente, maleducado, jactancioso, deshonesto, soberbio, inculto... De salir reelegido, su envanecimiento podría llegar al paroxismo. Como gobernante tomará decisiones buenas y malas; continuará la polarización, las desagradables sorpresas y las rectificaciones de ayudantes; sufriremos sus tuitazos diarios…
La alternativa, empero, me espanta.
John Biden ya no fue opción en 2016. Débil y manipulable, no cometerá dislates, si se mantiene mudo. Ya ha dicho que gobernará un solo período, pero esto no consuela si avanzan los más radicales del Partido Demócrata, escoltados por los activistas del caos y el desorden que últimamente han sobresalido. Fronteras abiertas y amenaza de anarquía. ¡Todo el poder a los progres!
Reelegir a Trump no es una buena decisión, pero es la menos mala. En 4 años saldremos de él y, con buena suerte —soñar es lícito— puede surgir un presidente viable, joven, honesto y sanador. O presidenta: no pierdan de vista a Candace Owens y Katie Pavlich.
En noviembre, a mi pesar y contra natura, probablemente vote por Trump.