El espejismo brasileño se disolvió y apareció la realidad. El país con grandes aspiraciones de impulsarse hacia el primer mundo, el que se supone tenía ingentes cantidades de plata para organizar un Mundial de Fútbol y unos Juegos Olímpicos en un lapso de dos años, terminó siendo otra nación golpeada por el populismo y el mal manejo de los dineros públicos.
La posibilidad de enjuiciar a Dilma Rousseff abrió la caja de pandora de la crisis del gigante sudamericano, que ahora tratará de enderezar el rumbo y reiniciar un proceso de recuperación en todos los frentes.
Rousseff apunta hacia sus detractores, señala que no hizo nada malo y que su accionar es el mismo de presidentes del pasado. Lo cierto es que, y aunque toca esperar la resolución de la justicia brasileña, todo hace indicar que la ahora exprimera mandataria estuvo involucrada en actos en contra de las cuentas públicas del país. Su imagen quedó aún más golpeada cuando le dio la bienvenida, con los brazos abiertos, a Lula da Silva, como una manera de tratar de protegerlo ante las acusaciones también de corrupción, que se ceñían sobre el llamado presidente obrero.
Lo de Rousseff fue la continuación de Lula, la respuesta de la sociedad ante el cansancio de los políticos tradicionales y que eventualmente termina por sufrir un efecto bumerán en estos países. Le está explotando en la cara en este momento a Brasil, como le pasó a Argentina y como está sufriendo en este momento Venezuela.
Rousseff olvidó los dos preceptos que ondean en la bandera brasileña, orden y progreso, y creó caos y retroceso. Ahora el país paga en estos momentos las consecuencias a través de severa crisis política y económica.
Y ese es precisamente el problema con las apuestas populistas, que suenan bien en papel, pero cuya realidad termina por aplastar a las sociedades.
Los brasileños viven momentos complicados. El 2 de octubre próximo tratarán de escapar del laberinto a través de las votaciones. Les toca elegir con cuidado. Su futuro depende de ello.