No sé por qué llevamos a arreglar el coche, si siempre está estropeado de todos modos. No vuela. No flota. Rodar ya lo hacían los trogloditas hace un montón de siglos y sin coches. Y lograr que algo fuera arrastrado por caballos, mucho antes, supongo, cuando aquello del Oeste y los indios. No hay ningún avance reseñable que haya traído el automóvil, más allá de las multas por exceso de velocidad, y la posibilidad de desplazarte de un lugar a otro en un tiempo razonablemente superior a lo que lo hace un caballo. Pero precisamente ahí entra de nuevo el asunto de las multas por exceso de velocidad. En el coche, como en el comunismo, casi todo lo que no está prohibido es obligatorio.
De un tiempo a esta parte, hago más kilómetros que el road manager de Alejandro Sanz en el año de ‘Corazón partío’. Voy y vuelvo y veo pasar la gente, la nieve, las prisas, y esos camiones tan hermosos que se divierten adelantándose unos a otros en carreteras de dos carriles. Las averías son directamente proporcionales al número de viajes que realices por semana. Así que cada tres días se me enciende un piloto de emergencia diferente y desde entonces sueño con la cara del diseñador de esos luminosos iconos. Comprendo que es complicado advertir una avería como “compruebe el nivel de presión del neumático delantero derecho” en un pequeño dibujo encorsetado en un botoncito. Sin embargo, sostengo que se divierten incluyendo estos jeroglíficos en el coche. Te hacen temer si la avería es grave o si es solo otra de esas reparaciones que pueden esperar toda la vida.
Los coches tienen dos clases de averías. Las que son definitivas, como cuando se te cae la puerta del conductor por un barranco y tú estabas agarrado a ella, las muy urgentes, y las que nadie lleva a reparar. Lo importante es identificar las inapelables y no es difícil, porque sueles darte cuenta al instante. Un neumático reventado no ofrece ninguna duda incluso para un analfabeto, como yo, en el asunto del motor. Y como norma, todas las cosas que impiden que el coche se desplace sin fuerza humana requieren la intervención de uno de esos tipos vestidos con mono y llenos de grasa, que saben todo sobre coches y sobre cualquier otra cosa.
Ellos llegan y antes de bajarse de la grúa, con una mirada furtiva a tu vehículo, ya pueden empezar a emitir sonidos guturales de desaprobación y manifiesto pesimismo. Si los médicos hicieran lo mismo, la mayor parte de los pacientes se arrojarían por el hueco del ascensor de la consulta. Por alguna extraña razón no abandonamos el empeño de reparar nuestro coche, incluso aunque el mecánico se ponga verde y le tiemble el pulso antes de darnos el veredicto de su llave inglesa. A propósito, ¿de qué pasta están hechas las llaves inglesas de los mecánicos y los fontaneros, que con un solo golpecito sobre la pieza presuntamente dañada son capaces de diagnosticar todo lo que ha ocurrido en una décima de segundo?
Todos nos preguntamos por qué nuestro coche no puede estar bien o mal, sin más, y por qué necesita todos esos comentarios adicionales de los mecánicos, que solo transmiten inseguridad al conductor. Hace un par de semanas, en el taller, me cambiaron dos ruedas -al coche, las mías están impecables-. En la entrega de llaves, el mecánico apuntó que habían aprovechado para revisar rutinariamente el motor, los frenos, y otras partes vitales del vehículo. Me dijo que de momento “todo estaba bien”, pero que en pocos días debería cambiar el aceite, que la dirección necesitaba un repaso urgente, que el mechero del coche está en cortocircuito, que un ratón estaba terminando de roer el último hilo de la correa de transmisión, que no me asustara si al frenar el auto se ponía a dos ruedas por el inminente desgaste de una de las pastillas, que las emisiones del tubo de escape harían sonrojarse a un directivo de Volkswagen, que la batería estaba en sus últimos chispazos, y que ese embrague, aunque hoy estaba en perfecto estado, mañana mismo podría empezar a arder, explotar, y calcinarme a mí y a todos los coches de los alrededores.
Desde entonces, cada vez que llego a mi destino sano y salvo, aparco y corro por el garaje con los brazos en alto, me asomo al graderío de la rampas, me quito la camiseta y la lanzo al público, justo antes de hacer una voltereta y besar la cámara.