El pasado sábado me dirigía con mis hijos en el auto hacia una pista de patinaje sobre hielo, ubicada en la zona de Kendall, en Miami, cuando sonó mi teléfono celular. Contesté a la llamada y escuché la voz de mi hermana que, entre sollozos, me dio la peor noticia que podía esperar, una punzada en el corazón de irremediables consecuencias. “Germán ha muerto”. Tres palabras para las que nunca uno ni puede ni quiere estar preparado. Mi hermano Germán, tras una larga lucha contra el cáncer, había sido derrotado por la devastadora enfermedad y había fallecido en un hospital de Lugo, en Galicia, donde residía con su familia y donde su profesión de notario le había llevado.
Las interminables horas que me llevaron desde la cálida Miami a la fría y lluviosa Lugo componen lo que no puedo llamar de otra forma que “el viaje más triste de mi vida”. Miami-Madrid, Madrid-La Coruña, en avión, y La Coruña-Lugo, en auto, gracias a la cortesía de mis amigos Fernando y Quique Lázaro Quintela. Catorce horas de travesía que dieron mucho de sí y en mis atormentados cerebro y alma.
El primer lamento proviene de lo que no se hizo y ya no habrá tiempo para hacer. Los caminos profesionales y vitales de mi hermano y míos se bifurcaron hace años. Él con sus cambios, dentro de la geografía española para desarrollar su carrera de notario: de Palencia a Canarias y de allí a Lugo. Yo, emigrando a Estados Unidos en 2008 y poniendo aún más distancia de por medio. Nos faltaron muchas conversaciones, muchas risas, muchas cosas cotidianas que compartir al estilo y frecuencia que hicimos en nuestra niñez y juventud. Discutir sobre fútbol, él tan Atlético de Madrid y yo del Barcelona, diseccionar la política española, con sus airadas y políticamente incorrectas críticas a la monarquía española, mucho antes de que se pusieran de moda, tomar una copa, charlar sobre los amigos y recuerdos comunes de nuestros veranos en Fuengirola (Málaga) y en nuestra casa familiar de Torrelodones, en la sierra madrileña.
No hubo muchas oportunidades en los últimos años y me duele encontrarme frente al horizonte de una vida sin mi hermano. Sin la posibilidad de que me visite en Miami y poderle mostrar las pequeñas cosas que me han hecho feliz durante los últimos años, en este rinconcito privilegiado por el clima, la playa y la naturaleza.
Sobre todo eso, pensé en el viaje más triste de mi vida provocado por una batalla perdida contra el cáncer que se inició hace cuatro años y medio. Lo peor de esta enfermedad es lo frágiles e impotentes que nos sentimos ante ella. Recordaba a mi padre, entre las pocas frases que ha podido pronunciar en estos días, abrumado por el dolor de perder a un hijo, y que hace justo 50 años había perdido a su padre, mi abuelo, al que no llegué a conocer, por un cáncer originado en la misma parte del cuerpo que el de mi hermano. “La medicina no ha avanzado mucho”, se lamentaba. Quizás esa sea la dirección, la de luchar sin descanso para encontrar una cura contra la enfermedad, que debamos tomar para rendir homenaje a mi hermano Germán, a mi abuelo Germán, y a tantos y tantos seres especiales que han visto truncada su vida de esta forma tan cruel y temprana.