jueves 28  de  marzo 2024
UN HOMBRE EN LA LUNA

Hasta llegar al mar

Recuerdo nítidamente una mañana en que, desvelado por los pérfidos polvos blancos, me monté en el coche descapotable, y fue tal la conmoción que me detuve a la vera del camino, apagué el coche, me bajé y me fui caminando una hora hasta llegar al mar

Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

Había venido a Los Ángeles cuando era joven y me suicidaba todas las noches aspirando cocaína y estaba enamorado de un navegante intrépido que traficaba drogas sorteando a los guardacostas. Era un pirata moderno y tenía la suerte del corsario y nunca lo pillaban. Tenía una casa de tres pisos en Long Beach. Dormíamos en una absurda cama de agua. Es un decir: no dormíamos, estábamos siempre duros y locuaces, atizados por la cocaína de alta pureza que le conseguían sus proveedores.

Recuerdo nítidamente una mañana en que, desvelado por los pérfidos polvos blancos, atenazado por la culpa de desear a un hombre contrariando las expectativas de mi madre, distraído porque había fumado un porrito tras el desayuno, me monté en el coche descapotable, subí a la autopista, tratando de llegar a la playa, y fue tal la conmoción que me provocó manejar en una autopista de tantos carriles, con tantos vehículos que pasaban silbando como balas, estando yo tan aturdido y despistado, que me detuve a la vera del camino, apagué el coche, me bajé y me fui caminando una hora hasta llegar al mar.

También había visitado esta ciudad años atrás, cuando el destino, ese bufón, me había obsequiado novio uruguayo. Nos alojamos en un hotel de Santa Mónica, me negué a bañarme en el mar porque mi estado de salud era deplorable, y pasamos medio viaje en un hospital porque a mi amigo le dio una crisis catatónica que le impedía respirar y ver al mismo tiempo, y entonces sintió que se moría, y yo sentí que enviudaba prematuramente, y lo llevé de urgencia al hospital, y el uruguayo convaleció, se quejó y se recuperó de sus insólitos achaques, y semanas después me llegó la cuenta a mi casa en Miami y casi me ataca la catatonia al leerla.

He vuelto estos días a Los Ángeles con mi esposa y nuestra hija. Hacía varios años que no venía. No encontraba demasiado entusiasmo para acometer la travesía. Pero mi esposa quería conocer la ciudad y su ilusión era entonces la mía. Yo quería quedarme en casa viendo el fútbol (que es, en mi opinión, una manera de hacer deportes, de ejercitarme), pero ella, joven, inquieta, lista, curiosa, me pedía una mínima cuota de aventura que le mejorase el verano insoportablemente sosegado de la isla. Como suele ocurrir en las parejas felices, uno cede para contentar al otro y al final los dos se felicitan de haber jugado en equipo y tomado la decisión correcta. Porque este no fue un viaje cualquiera, uno más: fue un premio que decidí darme yo mismo, a falta de un jurado más exigente, por ser tan buena gente, tan buen papá, tan buen esposo. Me dije: te mereces una semana de auténtica estrella en Los Ángeles, no te prives de nada, gasta como si no hubiera mañana, como si fueras un hombre de éxito, como si no te hubiesen dado vacaciones forzadas en el canal para ahorrarse un dinerito. Y entonces, siguiendo sus consejos y recomendaciones, organicé el viaje estelar sin saber que sería el más feliz de mi vida, tan feliz que me quedó corto, aunque, cuando llegue la cuenta de la tarjeta, seguro que me parecerá una desmesura y me dará un severo ataque catatónico.

Viajamos en la primera clase de un moderno avión triple siete. Nos alojamos en el hotel más lujoso del barrio más exclusivo, el que mi mujer eligió con la esperanza de encontrarse a su cantante favorito. Ellas ocuparon una habitación esplendorosa, yo acomodé mis añosas posaderas en la suite contigua. Recorrimos la ciudad en una camioneta negra como las que usan las celebridades o los guardaespaldas de las celebridades o los políticos mandones. Cenamos todas las noches en un maravilloso restaurante italiano, entre tanta gente linda que yo, la verdad, me sentía un camarero mexicano, y no una estrella: me hice amigo de todos los meseros y me aferré al comercio de la lengua española, dado que mi comando del inglés era, en verdad, risible, hilarante. Subí de peso con desmesura y exento de toda culpa: si mi esposa ya me ama así, gordito, qué importan dos kilos más. Vi el fútbol en el bar del hotel, tomando un café helado tras otro. Traje mi almohada y dormí como un bendito. No hice nada artístico, valioso, perdurable, y sin embargo fui feliz desde el punto de vista del turista ordinario, mediocre y tontín. Qué maravilla es aceptar que nunca serás el número uno en nada: de pronto, te sacas un gran peso de encima.

Pero lo mejor del viaje, a no dudarlo, fue bañarme en el mar. Me sentí, a mis cincuenta y un años, un niño, el niño que conoció el mar en las arenas de Lima, playa La Herradura, donde mi madre había corrido olas en colchoneta, cuando era joven. Me reencontré felizmente con el Pacífico. Hacía muchos años que no me bañaba en ese océano. Fácilmente habían pasado diez años desde la última vez que me di un chapuzón apurado en una playa desangelada al sur de Lima. Y ahora estábamos los tres, en traje de baño, cubiertos de protector solar, en la playa de Santa Mónica, rodeados de personas que, como nosotros, hablaban el español, aunque la mayoría con acento mexicano, y el agua estaba helada y por eso mi esposa y mi hija prefirieron no meterse, pero yo, gozando de una buena salud absolutamente insólita en mí, me aventuré mar adentro, y nadé como el tío Bobby en las aguas chúcaras de Villa, y estuve una hora larga y feliz jugando con las olas, renaciendo en ese mar frío y oscuro que me resultaba tan familiar, y esperando a que un salvavidas viniera a rescatarme, porque, aunque no me hallaba en peligro, me fascinaba la idea de que un hombre corpulento, en traje de baño ceñido, viniera a sacarme del mar en sus brazos, pero ello, por supuesto, no ocurrió, fue solo una ficción que supe maliciar.

Suerte pareja corrí en Malibu: nos acomodamos en un hotel que nos recomendó un amigo millonario y mafioso que me hace reír tanto, no me dejé arredrar por la frialdad del océano, me di largos baños de asiento o abluciones terapéuticas, y gocé de la soledad de la playa un día de semana cualquiera, pero había demasiadas piedritas en la arena y cada tanto me lastimaba los pies y eso conspiró contra la felicidad. Fue genial ver a mi hija jugar con una familia mexicana de escasos recursos que de pronto llegó a la playa, se sentó en la arena cerca de nosotros, se pusieron todos trajes de baño, y nos contaron que venían manejando desde Las Vegas para ver el mar. Una vez más, me sentí un mexicano y no una celebridad, y terminé conversando con ellos, y cuando me metí al mar y me revolcó una ola y me bajó el traje de baño, vi cómo los mexicanos se reían a gritos del papelón que yo acababa de hacer, muy a gusto.

Es hora de volver a casa. He reconquistado el océano Pacífico. Lo echaré de menos. Mis chicas dicen que todos los años regresaremos a Los Ángeles, y lo que dicen ellas es la ley.

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