Las buenas películas de acción son muy entretenidas. Lo que hace atractivo ese cine es justamente el protagonismo de la acción. Además, como reza el viejo proverbio, las acciones son más elocuentes que las palabras. ¿De acuerdo? Entonces, la mesa está servida para adelantar que Captain America: Civil War (Capitán América: Guerra Civil) tiene un problema: querer a toda costa que la acción luzca mejor con más palabras.
No es que tenga poca acción. Al contrario, hay mucha, tanta que a veces uno empieza a preguntarse si no habría venido bien dosificarla para redondear mejor los conflictos. Este reproche brota justamente por la inercia que la “sensatez” del argumento genera en las reflexiones del espectador, cuyas dudas terminan siendo incómodas para la propia película. La necesidad de que el conflicto principal tenga ecos individuales portentosos en cada uno de los superhéroes complica las cosas. Pero, a fin de cuentas, ¿no son superhéroes? ¿Cómo es eso de que van a tener que adaptarse al orden impuesto precisamente por aquellos a quienes deben salvar?
En esta tercera parte de la trilogía, Tony Stark, El Hombre de Hierro, no ha podido sobreponerse al complejo de culpa que le dejó haber causado la catástrofe de Sokovia en la segunda, Avengers: Age of Ultron (Vengadores: La Era de Ultron, comentada en esta misma sección). Mientras tanto, el Capitán América, Natasha, El Halcón y la Bruja Escarlata van a Lagos para impedir que la pandilla de Brock Rumlow, uno de los malos, robe armas biológicas. Al final de la súper pelea, Rumlow decide inmolarse, y cuando la Bruja usa sus poderes de telequinesia para neutralizar el peligro, muchos civiles del edificio cercano mueren por la explosión.
El Secretario de Estado norteamericano informa entonces a los Vengadores que la ONU ya no aguanta más y exige regular sus aventuras. Ahí es donde viene el cisma: Capitán América responde que de eso nada, que la ley son ellos, y Tony Stark llama a someterse a los gobiernos de los países que integran la organización. El título es Guerra Civil precisamente porque los superhéroes se dividen en dos facciones beligerantes.
Hace ya mucho tiempo que los griegos y los romanos ensayaron la idea de semidioses sujetos a los conflictos terrenales; ahí están la Ilíada y Aquiles. La ligera diferencia es que Homero no hacía cine: hacía literatura. No es lo mismo describir y narrar que fotografiar el movimiento. Cuando un escritor describe la acción carece de los recursos del cineasta, pero explota otros que el lector, en vez de ver, imagina y complementa. El escritor no puede valerse de imágenes en movimiento y apela con palabras a la imaginación del lector. El cineasta no apela a la imaginación del espectador: tiene que sacudirlo con la suya, reclamar complicidad y tratar de lograr una comunión. Que la consiga es otra cosa.
Por supuesto: que los superhéroes se vean obligados a pelearse entre ellos mismos es un escalón más alto en el reto de las aventuras. Un rumbo distinto, original, para volver a llamar la atención con los mismos personajes. Si Batman enfrenta a Supermán, ¿por qué no Capitán América al Hombre de Hierro? Hasta ahí todo está bien. El problema viene cuando las listas de un bando y del otro son largas; cuando la premisa de un conflicto demasiado terrenal y la complejidad de caracteres deben aplicarse a todos, y no a dos solamente, porque en seguida se nota el desequilibrio. Los líderes ganan relieve, adquieren vigor como personajes, pero los demás se desdibujan, la acción se caricaturiza con ellos, y entonces unos cuantos superhéroes terminan convertidos en mini personajes.