lunes 25  de  marzo 2024
ESPECIAL

El país de las sonrisas (I)

Aunque ya antes había estado en Taiwán, esta vez volvía a sacar de mi memoria los sentimientos que me ataban al Oriente: el amor de mi padre por lo chino (¡Volví a llorar sabiendo que él no pudo estar aquí, como tanto lo habría deseado!)

Por Orlando López-Selva

Especial

TAIPÉI.- Con este escrito comienzo los relatos de un viaje al Oriente, mayo 5-10. Me apresuro a escribir estas notas antes que el tiempo me juegue una mala pasada. Depender de la memoria es un acto de fe ―puede ser trampa o vivencia encendida.

12 periodistas de 10 países iberoamericanos fuimos por 6 días a Taiwán. Un acto generoso del gobierno de Taipéi.

Al entrar al avión de China Airlines, las aeromozas de rostros finos y largos talles, nos recibieron con sonrisas suaves. Lucían muy atractivas: de cinturas espigadas, cabellos recogidos, labios sobrios, maquillaje tenue, los ojos rasgados delineados otra vez, como para resaltar lo almendrado. Las manos finas y las voces dulces se conjugaban para darnos las indicaciones pertinentes.

Una de las avenidas más importantes de Taipéi.jpg
Una de las avenidas más importantes de Taipéi.
Una de las avenidas más importantes de Taipéi.

Después de media noche partimos de Los Ángeles a la capital taiwanesa. La noche fría afuera era un camino de penumbras bajo las infinitas pupilas de las estrellas. ¿Dónde estaba la Luna?

Todo fue rápido aunque el cansancio y las constantes turbulencias nos recordaban que viajábamos por el aire como si fuéramos cientos de aves en una jaula lanzada al ante-cosmos.

Llegamos antes de las 6 de la mañana. El aeropuerto parecía vacío; era un edificio largo e inmenso de docenas de puertas, aviones en reposo o descargando pasajeros. Ansias humanas, y cansancios acumulados. Más pasajeros... tal vez indonesios, filipinos, malayos; otros japoneses ―inconfundibles con sus perfiles blanquecinos.

Rápido vimos abrirse la mañana en el recorrido hacia el hotel de nombre japonés, "Okura Prestige". ¿Sintetizaba el nombre a Oriente y Occidente? Días después, pude notar que para los taiwaneses esos eran referentes cercanos: Estados Unidos y Japón. No es un pueblo con rencores. Es un pueblo sin dolores ni rabias. Una nación dispuesta a la cordialidad y la mano extendida. Es una nación que mira hacia adelante con bondad y cordialidad.

Los desayunos fecundos atestiguaron esa diversidad que recoge el cosmopolitismo (otra característica taiwanesa, que a pesar, de su ancestral arraigo chino, tiene esa flexible disposición a abrirse hacia otras culturas). Y no por un interés material, sino por una actitud de respeto hacia el otro; hacia el que llega; hacia el huésped. Con verdadero deseo de ser agradable. Hay para todos. Hacer y dar lo mejor. Todo bajo la discreta expresión de sonrisas constantes.

Aunque ya antes había estado en Taiwán, esta vez volvía a sacar de mi memoria los sentimientos que me ataban al Oriente: el amor de mi padre por lo chino (¡Volví a llorar sabiendo que él no pudo estar aquí, como tanto lo habría deseado!). Me solazaba con aquella línea siempre fresca y hermosa del poema de Rubén Darío, en su "Divagación" sonora y cosmopolita: "...como rosa de Oriente, me fascinas...". Se juntaron lecturas y escritores (no todos los que son sino solo los que he leído con devoción): Marco Polo, Pearl S. Buck, André Malraux, Henry Michaux, Jules Verne, James A. Michener, Graham Greene, o el escritor chino que vivió en Taiwán, Lin Yu-Tang. Después se vino avasalladoramente otro autor, español; que siempre fue referente en mi vocación viajera y ánimo aventurero, José María Gironella.

Esas emociones me volvieron a cargar el alma. Dos sentimientos, una pasión. Los viajes como testimonio de la amplitud geográfica, cultural; el oír otras lenguas; el enigma de los ideogramas; ver otros rostros irrepetibles; los paisajes insólitos; las miradas de otras razas... "la diversidad de las criaturas que forman este singular universo...", como dice el poema de Borges, mil veces recitado, como si fuera una oración al panteísmo. Pero un panteísmo que me revela que la divinidad trasciende todo: paisaje; zoología ―no como ciencia sino como diversidad estética―; los números como enigmas poéticos; gentes; detalles; cosmos; cuestionamientos; perdón; lágrimas; atardeceres: el agua de Heráclito, y los vientos de Zefir y Boreal de las mitologías del Egeo; o las mil y una sonrisas en una isla, pequeña y verde, como hoja de jade.

Terminal del tren bala, en Taipéi. Iliana.jpg
Terminal del tren bala, en Taipéi, Taiwán.
Terminal del tren bala, en Taipéi, Taiwán.

Después de registrarme, salí a la calle. Antes, unas pocas preguntas; abundantes respuestas amables. Me atendió una joven menuda detrás del counter del lobby (o mostrador del vestíbulo, para recurrir menos a anglicismos). Ella toda hecha favores, servicios, entrega en los detalles. Me dio un mapa. Después una sonrisa (¡La divisa de la bondad! ―pensé). Los botones abrieron las puertas, como si este invité distant (dirían los franceses) fuera un rey. ¡Equivocación generosa!

La calle se abría con calor húmedo, dinamismo e ideogramas por doquier. Los automóviles aturdiendo mi interioridad; paraguas en manos, caminantes de prisa; miles de jóvenes en moto, rostros tapados; como para contener la contaminación, hacían mil piruetas ―pero sin lucir groseros o intempestivos―. De una calle pasé a otra. Cada casa un negocio. Cada edificio rótulos perpendiculares. Veía sin entender. Pero observaba gustoso. Mi mirada absorbía; mis oídos recogían. Todo fugaz. Pero no había impertinencias entre las gentes cruzando calles, pasando semáforos, yendo de un lugar a otro, como si todo fuera simple rito laboral. ¿Imperceptible el stress, como en ciudad de México o en Roma? Tranquilidad, serenidad, orden. Casi siempre el Ni-Hao? Repetido no como saludo, sino para hacerme entrar al negocio, a la tienda desplegada. No era un bullicio. Era un ritmo alzado, sin agitación ni cansancios.

Los tenderos mirándome como si fuera el mayor comprador o el que busca todo. Solo intentaba absorber en unas cuantas vistas para mis pupilas, las imágenes y rasgos de un pueblo febril que trabajaba sin sentirse esclavo, que luchaba sin buscar imposiciones ni adicciones. Y que no dejaba de sonreír.

Después, alguien que no recuerdo, nos dijo que los taiwaneses quieren vivir bien, confortablemente; progresar sin sentirse adictos. "Bueno, una actitud muy humana"―me dije para mis adentros.

Algunos edificios lucían descuidados, desconchados. Pero los había modernos ―de vidrio y acero―. Y todas las ciudades erizadas de torres. Esta vez vi pocas edificaciones de arquitectura china tradicional. Prevalecían los de cemento, ventanales pequeños. ¿Dónde se fueron? ¿Resabios del pasado de poco dinero y muchos esfuerzos?

No lo sé.

Volví al hotel. Debíamos almorzar todos los periodistas juntos.

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