sábado 8  de  noviembre 2025
ANÁLISIS

La Cuarta Internacional: El fantasma que traicionó su propio evangelio (Parte II)

La Cuarta Internacional fue concebida como una revuelta contra el estalinismo, pero también fue hija de ese mismo instinto totalitario

Diario las Américas | ANDRÉS ALBURQUERQUE
Por ANDRÉS ALBURQUERQUE

No nació en la gloria, sino en el exilio —en un frío suburbio de París en 1938— bajo la doble sombra del terror de Stalin y la marcha de Hitler. Allí, León Trotski, perseguido por la misma revolución que él había ayudado a parir, proclamó un nuevo amanecer: la Cuarta Internacional, su desafiante resurrección del sueño de Marx, desgarrado, ensangrentado y ya en descomposición. No puedo evitar preguntarme qué habría pasado si Trotski hubiera superado a Stalin en la lucha por el poder que tuvo lugar tras la muerte de Lenin. ¿Denunciaría su propio régimen?

La ironía fue monumental: Trotski no fue una víctima de la historia; fue su arquitecto. El mismo hombre que ahora denunciaba la tiranía del Estado soviético había forjado su espada y su escudo. Él había creado el Ejército Rojo, esa máquina disciplinada que aplastó rebeliones, masacró campesinos e impuso la obediencia en nombre de la liberación. Antes de convertirse en presa de Stalin, Trotski había sido su llama gemela, ambos nacidos del mismo horno ideológico que exigía pureza a través del exterminio.

La rebelión del verdugo

La Cuarta Internacional fue concebida como una revuelta contra el estalinismo, pero también fue hija de ese mismo instinto totalitario, solo que revestido con retórica sobre la “libertad” y la “revolución permanente”. Trotski tronó contra los burócratas de Moscú, pero su propio historial estaba escrito con sangre burocrática: ordenó ejecuciones sumarias durante la Guerra Civil, aplastó a los marineros de Kronstadt que se habían atrevido a exigir “soviets sin bolcheviques” y presidió una maquinaria bélica que convirtió la revolución en un cuartel.

Gritó “¡traición!”, pero él ya había traicionado la libertad mucho antes de que Stalin lo traicionara a él.

La Cuarta Internacional fue, por tanto, menos un renacimiento que un eco de la misma enfermedad: la idea de que la humanidad solo podía salvarse mediante la sumisión a una “vanguardia”, que la verdad requería censura y que el paraíso solo podía edificarse sobre tumbas.

Los dos hermanos totalitarios

El fascismo y el comunismo no fueron opuestos, sino imágenes especulares, cada uno convencido de su derecho exclusivo a moldear a la humanidad. Mussolini y Lenin, Hitler y Stalin, Trotski y Goebbels: hablaban distintos dialectos del mismo idioma, la adoración del poder disfrazada de justicia. Ambos crearon utopías militarizadas, ambos exigieron obediencia total y ambos destruyeron la individualidad en nombre del colectivo.

Mientras el fascismo exaltaba la nación y el comunismo la clase, ambos convergieron en la misma fórmula monstruosa: “Sométete... y serás salvado”.

La Cuarta Internacional de Trotski, por toda su poesía revolucionaria, nació bajo ese mismo signo. Hablaba de emancipación, pero buscaba control. Maldijo el gulag de Stalin, pero nunca renunció al principio que lo había construido.

El evangelio de la revolución eterna

Para los fieles, la idea trotskista de la Revolución Permanente sonaba heroica: la promesa de un fuego que nunca moriría. Pero para la historia, se lee como una maldición: una revolución que nunca podría descansar, nunca reconciliarse, nunca permitir la paz. Condenó a las sociedades a una crisis permanente y a una lucha perpetua, una rueda de caos santificada como progreso.

De las ruinas del sueño soviético, Trotski quiso levantar un nuevo ejército de los puros, otra Internacional de los elegidos, y lo hizo. Pero el sueño nació envenenado. Su ADN era totalitario desde la concepción, bautizado en la misma sangre que alimentó la máquina soviética y reflejado en los cultos fascistas de obediencia, voluntad y violencia.

Una advertencia grabada en hierro

Hoy, el nombre de la Cuarta Internacional persiste como un fantasma, una advertencia más que una promesa. Sus descendientes aún cantan sobre la liberación mientras justifican la tiranía. Hablan de justicia, pero admiran el control. La antorcha que portan ya no es roja, sino gris: el color opaco de la ideología sin alma.

Se han fusionado, en una toma hostil, con sus enemigos jurados: esos lobos vestidos de ovejas que creen que su hora ha llegado y que aúllan descaradamente a la luna incluso cuando no hay luna a la vista. Y esta prisa tan poco característica es aún más alarmante. ¿Pueden ver algo que nosotros hemos pasado por alto? ¿O la conspiración es mucho más grande de lo que pensamos?

El legado de Trotski no es la libertad que prometió, sino la maquinaria que construyó: la mente militarizada, la adoración del colectivo y la convicción de que disentir es traición.

Ayudó a forjar el siglo del alambre de púas y, aunque murió con un piolet en el cráneo, sus ideas aún deambulan como fantasmas por la historia, ni muertas ni vivas, infectando toda doctrina que crea que el fin justifica los medios. Y lo peor es que, al hacerlo, solo dejan a nosotros, el pueblo, la avenida de la emulación: ¿cómo arrojar flores a quienes te disparan? Llevándonos así a nuestro dilema insoluble: ¿seguimos siendo justos con nosotros mismos o nos adaptamos a las tendencias actuales de la izquierda, ya que de todos modos nos descalificarán?

La Cuarta Internacional no fue la salvación.

Fue el eco del mismo himno oscuro: la unión del celo y la crueldad que nos dio tanto el gulag como la Gestapo, tanto la estrella roja como la esvástica.

No resucitó la revolución, solo probó que el virus del totalitarismo puede cambiar de bandera, pero nunca de alma.

Publicado originalmente en el Instituto de Inteligencia Estratégica de Miami, un grupo de expertos conservador y no partidista que se especializa en investigación de políticas, inteligencia estratégica y consultoría. Las opiniones son del autor y no reflejan necesariamente la posición del Instituto.

Más información del Miami Strategic Intelligence Institute en www.miastrategicintel.com

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