Caminando por una de mis calles favoritas de Miami, Lincoln road, una señora baja, rolliza, con anteojos, me detuvo y dijo, con marcado acento cubano:
Sentí que ellas se movían bastante más rápido que yo y que si estuviéramos corriendo en el parque o en la playa, me dejarían rezagado
Caminando por una de mis calles favoritas de Miami, Lincoln road, una señora baja, rolliza, con anteojos, me detuvo y dijo, con marcado acento cubano:
-Chico, Baylys, ven acá, ¡cómo has engordado!
-Lo que pasa es que en la televisión parezco más flaco –me defendí, sin mucha convicción.
-No me mientas –dijo ella, abanicándose con un periódico arrugado–. Has engordado cantidad.
-Bueno, sí, un poquito –acepté a regañadientes.
-Más que un poquito, mi amor –dijo ella–. Más que un poquito.
-En realidad, no estoy tan gordo –dije–. Lo que pasa es que llevo mucha ropa.
Luego le hice ver que, a pesar del calor, llevaba puestas tres camisetas y, sobre ellas, tres suéters de cachemira y, encima, una gruesa chaqueta de cuero.
-Tanta ropa me hace parecer más gordo –le expliqué.
-¿Pero no tienes calor? –se alarmó ella.
-No –dije–. Yo siempre tengo frío. Incluso en verano tengo frío. Debe de ser que estoy muriéndome.
La señora me miró asustada, guardó su periódico arrugado y se marchó sin despedirse.
Un poco más allá, un señor de aire circunspecto me saludó amablemente, dijo haber leído algunos de mis libros (“el qué más me gustó fue el del huracán que se llevó a la mujer de tu hermano”), me entregó su tarjeta profesional y, bajando la voz, añadió, con aire grave:
-Soy cirujano. Te puedo hacer una liposucción con cincuenta por ciento de descuento.
-Muchas gracias, doctor –dije, sin saber si debía sentirme ofendido o halagado.
-Sería como un canje, señor Baylys –dijo–. Yo le cobro la mitad y usted me entrevista en su programa.
-Pero no me dejan hacer canjes, doctor –le advertí.
-¿Y eso, por qué? –se preocupó él.
-No puedo vender publicidad, no puedo asociar mi imagen de periodista serio con una marca comercial –mentí, como un avezado embustero, porque esa explicación me parecía elegante.
-Bueno, entonces me dedica su próxima novela y ya está –dijo él.
-Perfecto –dije–. Lo llamo el lunes sin falta.
-Llámeme, señor Baylys –dijo él–. Usted, que es famoso, no puede andar así, tan gordo, como pavo antes de navidad. Yo le saco diez kilos de la panza y dos más de la papada. Va a quedar tan flaco, que cuando esté de frente va a parecer de perfil –añadió, y nos reímos.
Apenas llegué a casa, me puse ropa deportiva y fui al gimnasio, decidido a quemar calorías y bajar de peso. Estaba corriendo en la faja, cuando una señora que caminaba a mi lado me preguntó, en tono amable:
-¿Yo a ti de dónde te conozco?
-No sé, quizá de alguna vida anterior –me hice el tonto.
-¿En qué trabajas? –preguntó ella, con claro acento venezolano.
-Escribo –dije.
-¿Qué escribes? –preguntó.
-Escribo novelas –respondí.
-¡Qué maravilla! –se alegró la mujer, trotando despacio, sin agitarse mucho–-. A mí me fascinan las novelas.
-A mí también –dije.
-A lo mejor he visto alguna novela tuya –dijo.
-Quizás –dije.
-¿Cómo se llaman tus novelas? –preguntó.
-No creo que las haya leído –dije.
Ella me miró, sorprendida, y aclaró:
-Yo no leo novelas, cariño. Yo veo novelas.
-Comprendo –dije, sin comprender nada.
-Ahora estoy viendo Eva la trailera y La querida del Centauro –precisó.
Luego añadió:
-Pero las mejores novelas que he visto en mi vida son La reina del Sur y Doña Bárbara. ¿Tú escribiste una de esas?
No quise decepcionarla, diciéndole que carecía de aptitudes o talento para escribía telenovelas, y dije, resignado:
-No, yo no escribí ninguna de esas.
-¿Cuál escribiste tú? –preguntó, curiosa.
Dudé un momento y, sólo para complacerla, me arriesgué:
-Sin senos no hay paraíso –dije–. Yo escribí Sin senos no hay paraíso.
-¡Sí, la vi! –dijo ella–. ¡Me encantó, te felicito!
Enseguida una señora algo mayor que nosotros subió a otra faja y se puso a trotar, no muy deprisa, con aire distraído.
-Mira, Conchita, este muchacho escribió Sin senos no hay paraíso –le dijo la venezolana.
Conchita me miró fijamente y dijo:
-Pero yo a ti te conozco, chico.
Sonreí como un tonto y me quedé callado.
-¿Dónde trabajas, que te veo tan conocido? –preguntó, agitándose, en ropa ajustada.
-Quizá me vio en el programa –dije.
-¿En Sin senos no hay paraíso? –preguntó la venezolana.
-No, hace años trabajé en CBS en español –dije.
-¿Trabajas en CVS? –preguntó Conchita.
Me reí para mí mismo y dije, muy serio:
-Sí, trabajo en CVS.
-¿Y en qué local estás? –preguntó Conchita–. ¿Aquí en Key Biscayne?
-No, en Miami Beach –dije–. En Lincoln, entre la Washington y la Collins.
-¿Pero entonces ya no escribes novelas? –se preocupó la venezolana.
-Bueno, sí, pero sólo en mis ratos libres –dije.
-Ay, qué bueno –dijo ella–. Porque Sin senos no hay paraíso me encantó.
-Seguro que alguna vez me atendiste en la farmacia –dijo Conchita–. Tu cara me es muy familiar.
-Seguro –dije–. Pero ya dejé CBS. Ahora trabajo en Mega.
-¿Vendes Mega Millions? –preguntó la venezolana–. ¿Trabajas en la lotería?
-Exactamente –mentí, para no confundirla más–. En la lotería de la Florida.
Trotamos un momento en silencio. Sentí que ellas se movían bastante más rápido que yo y que si estuviéramos corriendo en el parque o en la playa, me dejarían rezagado. Cualquier corredor espontáneo, joven o viejo, hombre o mujer, gordo o flaco, solía sobrepasarme y dejarme rezagado cuando yo salía a correr. Por eso prefería correr en la faja, para no pasar esos bochornos.
-Chico, tú que eres farmacéutico, ¿es verdad que hay un viagra para mujeres? –me preguntó la venezolana, rompiendo un silencio que, a mis ojos, parecía tan conveniente.
Conchita se rió, abochornada, y dijo:
-Ay, Pichona, eres tremenda, ¡cómo le preguntas eso al señor farmacéutico!
-No estoy seguro, pero voy a consultar mañana en la farmacia –dije.
Luego bajé de la faja y me despedí, sudoroso:
-Chau, chicas. Hasta prontito.
-Chau, doctor –dijo Pichona–. Escriba más novelas, que me encantó la suya.
-Nos vemos en CVS –dijo Conchita.
-Allí nos vemos –dije, sonriendo–. O me llaman a que les venda boletos de Mega Millions.
Llegando a casa, llamé al cirujano y le dije, desesperado, al borde de un ataque de nervios:
-Doctor, no puedo volver al gimnasio, necesito que me haga la liposucción el lunes.