MIAMI.- Por uno de esos azares del destino, en medio de una multitud enfebrecida, en una grada ensordecedora y afinada, dándome un autentico baño de pueblo, pude escuchar en vivo a Vicente Fernandez. Vicente no cantaba en teatros, no podía hacerlo. En ningún teatro que se sepa hay espacio para las multitudes que arrastraba en sus conciertos.
La noche en la que fui arrastrado por un bulto humano a los predios de Vicente Fernández tuvo lugar en la sede de los Leones de Yucatán. Justamente en el Kukulcán, en Mérida, Yucatán, México. Los planificadores hablaban de una capacidad limitada. En el estadio solo había cupo para unas 15.000 personas. Ese día probablemente éramos el doble. Es México. Las rancheras mandan.
La gente era normal entonces. Comenzaba a establecerse el proceso de la nueva normalidad o la era de los no normales. La publicidad se asumía desde el recado entre los compas, los anuncios pagados en la radio y los periódicos de papel y la propaganda de brocha gorda pintada en las paredes.
De una pequeña camioneta se bajaba una brigada de acción rápida. En un dos por tres pintaban las paredes de blanco con lechada para que secara rápido. De otro pequeño vehículo salían los ventiladores de mano alimentados con baterías que refrescaban con gran velocidad lo recién pintado.
Como por arte de magia aparecían los rotulistas que ya tenían una plantilla de cartón que era sujetada por 4 ayudantes. Era cuestión de rellenar los huecos. Cuando la separaban de la pared se podía leer claramente: Vicente Fernández, día y hora. Con eso bastaba para repletar aforos.
No era preciso desnudarse, dar un escándalo o asumir técnicas que te alejen de la esencia. Esas argucias nunca le hicieron falta a Vicente Fernández. Jamas decreció el interés del publico por sus canciones. Jamas creyó que un nuevo género le hiciera sombra. Jamás se desesperó por nuevas letras y autores. Con esa autoridad real que emana de los de corazones humilde se supo un clásico y los clásicos nunca pasan de moda.
Cuando Vicente apareció en el Kukulcán de México le hizo honor al significado del nombre del estadio. Lucia con el brillo de “una serpiente emplumada”. Algunas enfermedades ya habían minado su cuerpo y sus fanáticos cada vez que lo tenían cerca lo consideraban como una despedida. Pero Vicente riéndose en medio de sus desoladoras rancheras siempre supo que uno nunca se va del todo. Por eso se despidió tantas veces sin despedirse. La sombra de su sombrero de charro no se esfumara nunca.
El momento de su aparición fue como una secuencia cinematográfica en tiempo real. Su caballo surcaba el pasto natural que esa noche seria patrimonio de un legendario jonronero. Nadie hasta hoy le había cantado out a quién grabó más de 100 discos y protagonizó unas 30 películas.
Cuando veías su fuerza cantando al galope sobre un caballo que también hacia espectáculo y reverencia se te olvidaba la incomodidad que genera el molote. Ese día supe que el espacio físico rendía mas de pie que sentados. También entendí lo que significa traer puestos zapatos cómodos. Unas tres horas duro la rabieta de emociones. Nunca más sentí un artista tan cerca estando tan lejos. Ni él mismo Vicente jamas imaginó que un espectador apelotonado y machucado en las gradas una década después le daría las gracias. Pero así son las cosas cuando son del alma.
Horas después de camino a casa en Fraccionamiento Francisco de Montejo en Mérida, Yucatán, entendí en silencio que la autenticidad no tiene tiempo ni mala racha. Es como un soplo que embriaga a todos y es la única verdadera expresión de libertad de los pueblos. No fue preciso arengar a quienes fueron. La fuerza de un manojo de canciones juntaron a miles con el deseo de cantar hasta estrangular sus gargantas. No hubo quejas. Fue una fiesta aunque mayormente se cantasen lamentos.
Lo mas jodido de este adiós incompleto confirmado en la mañana del domingo, porque los grandes mueren los domingos, es que se va Vicente en un diciembre con sol a las 6 y 15 de la mañana. A su lado estaba Cuquita, porque no hay rey sin reina y porque como Vicente no habrá otros 20, aunque solo por esta vez se equivoque el refrán.