Tras el encuentro en Alaska entre Donald Trump y Vladimir Putin, al que siguió la reunión del mandatario norteamericano con el conjunto de los líderes europeos en la Casa Blanca, nadie, por sensato, debería hacerse eco de las redes que repiten la monserga de un dislocado gobernante, por lo demás autócrata, que manda en soledad desde la Sala Oval. Lo primero de observar es que aún rige en USA el control parlamentario y la actividad de sus jueces al respecto es beligerante. Es lo propio de toda democracia madura. Todo acto ejecutivo es, al cabo, un acto de autoridad, gústenos o no, y de allí, justamente, la importancia del balance de poderes que aún funciona en Estados Unidos, para contener la arbitrariedad o la ilegalidad.
Lo cierto es – tal como lo confirma el mismo António Guterres: ¡la ONU está en el abismo! – que el mundo tal y como lo hemos conocido se deshace. Emergerá otro, cuantitativa y cualitativamente distinto. Sus categorías están definiéndose en lo global y poco se hace, cabe observarlo, en la reordenación de las categorías constitucionales distintas que habrían de regir en las localidades hasta ahora ocupadas por los Estados y como necesario equilibrio de base para el adecuado funcionamiento de la globalización y su gobernabilidad.
Que nos guste o no la personalidad arrolladora y deslenguada, franca y directa de Trump, o que este no se sujete con facilidad a los cánones decimonónicos de la diplomacia, es otra cosa. En el planeta no se discierne hoy – lo hacen los políticos de trincheras y en la soledad de sus diálogos socráticos – sobre un concurso de buenos modales. Tiene preeminencia el reality show, probablemente como atenuador de la violencia en la circunstancia. Eisenhower – “el pésimo señor Bang – era de carácter despiadado y Nixon un rencoroso, y abusivo cuando perdía los estribos.
El asunto grueso es que China y Rusia, en la antesala de la segunda guerra de agresión de esta contra Ucrania – la primera la emprende en 2014 para hacerse de Crimea, tras lo cual Ucrania se vincula a la OTAN – se adelantan para anunciarle al mundo que asumirían el control de la globalización desde el Pacífico, en defecto de Occidente. Mientras tanto los occidentales callamos. Trump no lo hizo.
Olvidamos que, en ese reajuste histórico del orden de las potencias que ocurre en el mundo y esperado a partir de 1989 – se deslindan las mayores y se redefinen las intermedias, quedando el resto como recipiendarias de las cuotas de poder que les asignen las primeras – y, agotada como se encuentra la experiencia multilateral nacida de la Segunda Gran Guerra a partir de 1945, el dedo sobre la llaga lo puso el primer Trump. Le prohibió al gigante asiático – Huawei – el uso de su tecnología 5G, la de la quinta generación en redes móviles, en Estados Unidos. El argumento fue la amenaza a su seguridad nacional.
USA avanza desde 2018 en ese campo de dominio, por saber y ser consciente de que de este depende su poder mundial hacia el porvenir. Atrás va quedando el pesado andamiaje bélico que antes determinaba el poder de toda potencia durante los siglos XIX y XX. Acaso la experiencia ruso-ucraniana sea su último capítulo. Desde ya la beligerancia Israel-Irán de reciente data ha demostrado cabalmente que otra es la característica que acompañará a las guerras de nueva generación: son des-territorializadas e instantáneas, como es lo propio del ecosistema digital. El domo de hierro, una red de emisiones de radar para detectar e interceptar aviones no tripulados, es el emblema.
Pues bien, mientras el eje Rusia, China e Irán, junto a la vocería digital latinoamericana del Socialismo del siglo XXI ampliaba su narrativa con el apoyo de la ciberdelincuencia, para aplanar y desmontar al primer Trump – bajo cuya administración sobreviene, casualmente, la pandemia china del Covid-19 y a quien se le atenaza desde el grupo legal y comunicacional LawFare para poner bajo examen judicial la totalidad de sus actos de gobierno – el conjunto de Occidente, entre tanto, calla. América Latina, en lo particular medra, se ocupa de derribar la estatuaria colombina, pedir ajuste de cuentas a los españoles, quemar las iglesias, mientras ensalza y prefiere a los regímenes despiadados y procaces de Caracas, La Habana, y Managua. El lenguaje ofensivo de sus mandatarios lo celebra. Aplaude la impunidad criminal del modelo de paz impuesto en Colombia. Y ahora que Gustavo Petro es señalado por su excanciller de consumir drogas mientras despacha desde la Casa de Nariño, a esa logia de la maldad absoluta le resulta menos desdoroso que el regaño de Trump a su descorbatado colega Zelensky. Se olvida que Antanas Mockus se bajó los pantalones en 2018, y con ello se hizo elegir alcalde de Bogotá.
Vayamos a lo que importa. El Derecho internacional, tal como muestran la falta de actuación de la ONU en el conflicto de Israel con el terrorismo sito en Gaza y las actuaciones de la modernísima Corte Penal Internacional, en la que reposan los expedientes por crímenes de lesa humanidad ocurridos bajo la Venezuela de Nicolás Maduro Moros, ha encallado. El mismo juicio por colusión y parcialidad seguido al Fiscal ante la Corte, Karim Kham, a propósito de los presuntos criminales venezolanos, lo reafirma. Carece de capacidad de respuesta el actual orden internacional – aclaro, no el Derecho internacional sino la quiebra de sus mecanismos de ejecución y garantía – para contener el maremágnum del quiebre epocal, tras la caída del Muro de Berlín. Otro pacto mundial y global habrá de sobrevenir y no debe ser el anunciado por Putin y Xi Jing Ping.
Siendo así, era inevitable que la movida de una pieza sobre el tablero, como la realizada por el segundo Trump al inaugurar su actual mandato, fuese la de una vuelta al bilateralismo, al entendimiento previo entre potencia y potencia, o entre potencia y aspirante a mediana potencia, para ir ajustando el Nuevo Orden Global que se intenta modelar. Y todo proceso que procure eso, como lo fueron las experiencias de la Sociedad de Naciones y Naciones Unidas, siempre se inicia con la apuesta gruesa de una parte que se va regulando en la medida en que la contra parte pone sobre la mesa su capacidad mayor o relativa de dominio total. Eso fueron los aranceles del trumpismo. Eso fue la amenaza de abandonar la OTAN, y eso también fue, cabe observarlo con objetividad, el frenazo a la riada migratoria que, como tren de ida y vuelta avanzaba desde el sur hacia el norte cada día mientras los países de tránsito apenas desplegaban acciones para que el flujo fuese sólo eso, un tránsito indetenible hacia el territorio de Estados Unidos. La política de terror que nos arrastró como víctimas a los venezolanos, hizo su efecto. Los largos debates en el Congreso, las llamadas entre las cancillerías y el Departamento de Estado no eran capaces de contener ese deslave de trashumantes que, a la vez, estimuló la Administración de Joe Biden. Del Darién poco se habla, es noticia de ayer. ¿O no?
El arreglo de la cuestión geopolítica mundial y su reordenación no es tarea que pueda despacharse como miel sobre hojuelas, por la misma cuestión global y sus efectos antropológicos, debo repetirlo. Pasaremos de un mundo de localización y de valoración del tiempo en la construcción de patrias y de culturas, a otro que, sin desmedro del anterior, se muestra deslocalizado y ganado para el No-tiempo o la instantaneidad. Es un asunto complejo, difícil de agotar en pocas líneas. Envolverá, sí, en el plano de lo geopolítico la cuestión poblacional y su crecimiento y decrecimiento en distintas áreas del planeta. La edad promedio en Europa es de 44 años, y la del mundo musulmán frisa los 23 años, que bajan a los 19 años en África. Las economías globales buscan, aceleradamente, accesos para moverse con la misma facilidad de las migraciones y no por azar vemos que el tema del Canal de Panamá ha entrado en el juego de lo global como el de Crimea, por facilitar el acceso ruso al Mar Negro.
En fin, así como la bipolaridad hizo posible el sostenimiento del Sistema de la ONU y el de la misma OEA, al parecer otra bipolaridad se construye para alcanzar mecanismos de garantía y seguridad que nos saquen del marasmo del relativismo, que conspira contra la estabilidad del porvenir universal.
El dilema de lo venezolano
Donald Trump, inadecuado para la gestión de una nación sujeta a la rutina institucional de lo ciudadano, hace evidente que posee las destrezas – es un empresario de juego duro, no un académico, tampoco un estadista: los estadistas dirigen estados – para manejarse en cenáculos, como el actual, en el que los intereses económicos y financieros se canibalizan y pulverizan lo institucional para ganar mayor agilidad sobre las autopistas vertiginosas de la globalización, propiciando el desorden. Y aclaro que por este no he votado, ni puedo hacerlo. Le sigo como parte de mi oficio y por haber dedicado medio siglo al estudio de las cuestiones jurídicas y políticas internacionales. Si hubiese podido votar lo hubiese hecho el 28 de julio de 2024 por Edmundo González Urrutia y María Corina Machado, cuyos perfiles sí me calzan y sostienen mi esperanza otoñal.
Sin embargo, los venezolanos mal podemos desdibujarnos. Nuestra génesis patria ha estado atada a Estados Unidos y nuestra fuerza petrolera, motor de nuestra modernidad, la alcanzamos de manos de las empresas del Norte. Sin ellas nos hubiésemos quedado con el reventón de 1922. El Padre Libertador, es verdad, prefirió su dependencia intelectual y emocional de Inglaterra, que abonó para nuestro desencuentro con la Madre Patria mientras aquella se ocupaba de arrendar nuestras tierras guayanesas durante la Independencia, en seguidilla a su velado avance desde el río Esequibo hacia el Oeste, desde el mismo siglo XVIII, para alcanzar y confiscarle a Venezuela las bocas del Orinoco.
Desagradecidos, nadie recuerda a Benjamín Harrison, 23° presidente de Estados Unidos. Era un hombre íntegro, que reivindicaba la ética en el trabajo, pero los historiadores y académicos lo reducen por haber ejercido su mandato sin incidentes. Fue el abogado que nos salvó a los venezolanos, enfrentando a ingleses y rusos, la salida al Atlántico, durante el laudo de París de 1899.
Trump, en ese orden, quien si sabe crear incidentes, recién desnudó dos hechos objetivos originados bajo el desorden del quiebre epocal. El conjunto de las organizaciones del crimen estructurado y organizado transnacionales vinculadas al terrorismo, al tráfico de drogas, y al lavado de dineros productos del delito y la corrupción, se han enseñoreado por sobre los Estados. Alimentan con sus fuentes los andamiajes digitales. Mediante su uso se han hecho del progresivo control de los aparatos gubernamentales en la región y desmembrado la unidad afectiva de sus naciones, polarizándolas.
Al objeto de deslindar las relaciones o el trato que se deben unos a otros los Estados y sus gobiernos, que pueden ser autocráticos o democráticos, precisa el inquilino de la Casa Blanca que cosa distinta es el tratamiento que debe dársele por los Estados a esas organizaciones, como el Cártel de Sinaloa o el Cártel de los Soles. No son sujetos del Derecho internacional, como para que tremolen, desde los territorios que han secuestrado y para asegurarse la impunidad de sus crímenes, las banderas de la soberanía y el principio de la No Intervención.