Hay un tipo de ser humano que, mucho antes de que un chino le hincase el diente al primer pangolín crudo, ya tenía la habilidad de pegarse como una lapa en el transporte público, toserte el cogote en el cine, o poner su toalla montando las costuritas con la tuya en una playa completamente vacía. Que a veces llegas a pensar que ha jugado demasiado al Candy Crush, y está intentando que se ponga un tercer bañista con su toalla del mismo color y desaparezcamos los tres. No sé. Pero ya antes del virus se te pegaba y hablaba por los codos con sus acompañantes y, si podía, te sacudía encima la arena, o te arrojaba un hueso de melocotón, porque son ese tipo de gente que solo come fruta de hueso en la playa. Lo que yo no sabía es que esta especie había sobrevivido a la pandemia. Y están en plena forma. Lo comprobé ayer.
La playa tiene unos doscientos metros y, a veces, cuando la bajamar es acusada, es tan grande que parece la mansión de un progre. Y yo me puse en el centro. Mi toalla, mi espacio vital, mi aire marino, tan limpio y tan sano. A lo lejos distinguía a otros bañistas, salpicados, en las rocas, o más allá. Un día perfecto, pensé. Pero entonces llegó él. Mascarilla en la barbilla. La mirada perdida. La camiseta hawaiana abierta hasta el tobillo. La neverita azul. La tienda de campaña iglú. El acento. Esta gente siempre tiene mucho acento. Y su aire de turista profesional, ese tipo de gente que en un museo es capaz de apagar un cigarrillo sobre un lienzo de Velázquez.
Lo vi venir hacia a mí, cruzando el arenal solitario, y por un instante pensé que estaba empezando Parque Jurásico. De vez en cuando se paraba y oteaba alrededor, para seguir después avanzando con esa diligencia tan especial que tienen los pesados cuando están entregados al arte de molestar. Y cuando ya casi estaba a punto de pisarme, con unos doscientos metros de arena vacía a la redonda, con más espacio libre que en el cerebro de un yihadista, clavó su sombrilla, tan cerca que si me descuido me hace brocheta las pelotas.
Tras la conquista, consideró que no era suficiente molestia, que debía ser aún un poco más grosero. Entonces se puso a aullar de tal modo que llegué a pensar que estaba en celo y llamaba a la hembra, pero finalmente rompió a reclutador de patos, haciéndole gestos al resto de la tropa, que como una familia de ocas borrachas venían en hilera errante, por la playa vacía, hacia la zona cero del contagio que ya era mi toalla. Dos señoras y dos señores más formaban el séquito, tan orondo que provocaron un eclipse solar total. Mientras se acercaban, el hombre les contaba una historia larguísima a voz en grito, con el acentito, berreando en la playa sobre mi cabeza, trufando el relato de muchos tacos, y esputando a placer en todas las consonantes.
Cuando al fin llegaron los demás, se arrejuntaron como una manada de virus, y se quedaron allí de pie. Todos con la mascarilla colgando del cuello, por si la gripe, supongo, que este año se contagia por la nuez. Entonces comenté yo, vana es la esperanza, con mi mascarilla y mi cara de imbécil: “Es grande, la playa, ¿eh?”. Y la contemplaron por primera vez, como sorprendidos: “Es monumental, monumental”, dijeron sonriendo, desembalando la tienda iglú, sacando melocotones de la nevera, y mostrando cierta incapacidad para entender las indirectas.
Y así, cuando ya valoraba la posibilidad de adentrarme en el mar y no volver como Alfonsina Storni, Evaristo, que así se llamaba el primero de la manada, decidió que era un momento extraordinario para sentarse con su toalla pegadita a la mía y ponerse a toser de un modo salvaje, como si el cerebro se le hubiera enredado en la garganta. Mientras, una de ellas, cayéndose de risa, festejaba el toserío: “¡Ahí, dale Evaristo, coronavirus, coronavirus para todos!”. Lo escuché casi desde el coche, porque yo ya había salido corriendo reptando bajo su cortina de gotículas, que es como le dicen ahora los modernos a la marranada del que tose a cielo abierto.
El chiste y la actitud me parecieron una frivolidad insuperable en un país como España, con decenas de miles de muertos, pero solo hasta que encendí la televisión y vi las bromas de Pedro Sánchez mientras revisaba las cifras de la pandemia, y escuché al responsable de epidemias del Gobierno sugiriendo que solo lograríamos vencer al coronavirus con ayuda de los influencers. Apuesto a que a esta hora Evaristo estará grabando su TikTok contra la pandemia mientras yo sumerjo mi maldita toalla en una bañera de gel hidroalcohólico.