miércoles 31  de  diciembre 2025
Mirada crítica desde la historia

¿Es realmente cubana o hispanocubana la música de la isla de Cuba en la época colonial?

En el caso cubano, la creación musical está atravesada, de manera inevitable, por la memoria histórica y cultural de la nación

Diario las Américas | YALIL GUERRA
Por YALIL GUERRA

Nota aclaratoria: Este artículo no busca poner en duda la cubanía como identidad ni como experiencia vital, que asumo de manera íntima y radical, sino adentrarse en una reflexión más honda sobre los cimientos históricos y culturales que la han configurado. Reconocerme cubano hasta la médula no excluye la necesidad de interrogar el pasado con mayor profundidad, desde perspectivas críticas que rara vez se exploran. Mirar la historia con otros lentes no es un gesto de negación, sino un acto de conciencia intelectual: una búsqueda por comprender, en toda su complejidad, los procesos que nos han dado forma y que aún resuenan en nuestro presente.

No entraré aquí en una definición exhaustiva de lo que para los cubanos representan lo “español” y lo “africano”, pues aquello que llegó a la isla bajo ambas denominaciones fue, desde sus orígenes, profundamente diverso. Ni España ni África pueden entenderse como realidades culturales homogéneas, y cualquier intento de reducirlas a categorías unitarias empobrece la lectura histórica de la identidad cubana.

España, por ejemplo, dista de ser un bloque cultural monolítico. Aún hoy se organiza en diecisiete comunidades y dos ciudades autónomas, reflejo de una pluralidad histórica marcada por diferencias regionales, lingüísticas y culturales. Hablar de “lo español” en el contexto cubano implica, por tanto, reconocer una multiplicidad de tradiciones que ya estaban presentes durante el período colonial.

Algo similar ocurre con la herencia africana en Cuba, que no procede de una única fuente ni de un solo pueblo, sino de un entramado vasto y complejo de culturas provenientes de distintas regiones del continente africano. Entre ellas se cuentan, entre muchos otros, mandingas, yolofes y fulaces; gangaes, longobáes, maní, quisí y minas; lucumíes, carabalíes, congos, motembos, musundis, mombasas y sacuaes, además de grupos llegados de manera directa o indirecta desde diversas comarcas africanas. Esta enumeración, lejos de ser anecdótica, ilustra la riqueza y complejidad de los aportes africanos a la cultura cubana.

El etnomusicólogo, ensayista y antropólogo cubano Fernando Ortiz fue uno de los primeros en advertir esta realidad cuando, en Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940), formuló el concepto de transculturación. Para Ortiz, la cultura cubana no es una simple suma de elementos españoles y africanos, sino el resultado de un proceso dinámico de intercambio, transformación y creación constante, del cual emerge una realidad nueva, distinta de sus componentes originales.

En esa misma línea, el historiador Manuel Moreno Fraginals subrayó en El ingenio. Complejo económico social cubano del azúcar (1978) que los africanos llevados a Cuba no pertenecían a una sola cultura ni compartían una identidad homogénea. Procedían, por el contrario, de sociedades diversas, con lenguas, religiones y estructuras sociales propias, lo cual tuvo un impacto decisivo en la configuración cultural de la isla.

Reconocer esta pluralidad no cuestiona la cubanía; al contrario, la enriquece. Comprender que tanto lo español como lo africano llegaron a Cuba de forma múltiple y fragmentada permite apreciar con mayor honestidad histórica el proceso mediante el cual estas tradiciones se encontraron, se transformaron y dieron lugar a una cultura nueva. La identidad cubana surge, así, no de una esencia única e inmutable, sino de una convergencia compleja y viva que continúa definiéndonos hasta hoy.

1. Introducción: Donde comienza la pregunta

La contradanza cubana y la habanera suelen erigirse como emblemas indiscutibles de la música cubana del siglo XIX, presentadas frecuentemente como manifestaciones de una identidad nacional en proceso de formación. Sin embargo, una mirada meditada y crítica invita a matizar esta percepción: hasta 1898, Cuba constituía una provincia española, carente de soberanía política propia. En tal contexto, los compositores y músicos que esculpieron estos géneros eran, desde la perspectiva legal y jurídica, súbditos del Reino de España, es decir, ciudadanos españoles.

Hasta 1898, Cuba fue jurídicamente una provincia española de ultramar, reconocida así por la Constitución de Cádiz (1812) y las constituciones de 1869 y 1876, que la integran dentro de la Nación española y no una colonia en sentido estricto, aunque durante extensos períodos fue gobernada mediante estructuras y prácticas propias del régimen colonial. Esta dualidad (provincia en el plano legal y colonia en la administración cotidiana) explica buena parte de las tensiones políticas, sociales y culturales del siglo XIX cubano. Los nacidos en la isla eran súbditos, aun cuando sus derechos estuvieron condicionados por leyes especiales y por una administración centralista. Comprender esta distinción no es un ejercicio semántico, sino una necesidad histórica: solo desde ese marco puede leerse con rigor la formación de las élites criollas, la emergencia de una sociedad urbana compleja y, en consecuencia, el desarrollo de expresiones culturales, como la música, que se gestaron en un territorio que todavía no era una nación soberana, pero que ya comenzaba a pensarse a sí mismo como tal.

2. Ciudadanía y contexto histórico: Cuba como provincia española

El 10 de diciembre de 1898 marcó la culminación de la Guerra de independencia, también conocida como Guerra hispano-estadounidense, con la firma del Tratado de París, un documento que redefiniría de manera irrevocable la geopolítica del Caribe y Filipinas. Este tratado confirma que todos los habitantes de Cuba, Puerto Rico y Filipinas eran súbditos de España, es decir, ciudadanos españoles, sin excluir a quienes se dedicaban a la música, la literatura, la pintura y la danza.

El artículo IX del Tratado de París estipula de manera inequívoca:

“Los súbditos españoles, naturales de la Península, residentes en el territorio cuya soberanía España renuncia o cede por el presente tratado, podrán permanecer en dicho territorio o marcharse de él, conservando en uno u otro caso todos sus derechos de propiedad, con inclusión del derecho de vender o disponer de tal propiedad o de sus productos; y además tendrán el derecho de ejercer su industria, comercio o profesión, sujetándose a este respecto a las leyes que sean aplicables a los demás extranjeros. En el caso de que permanezcan en el territorio, podrán conservar su nacionalidad española haciendo ante una oficina de registro, dentro de un año después del cambio de ratificaciones de este tratado, una declaración de su propósito de conservar dicha nacionalidad: a falta de esta declaración, se considerará que han renunciado dicha nacionalidad y adoptado la del territorio en el cual pueden residir.

Los derechos civiles y la condición política de los habitantes naturales de los territorios aquí cedidos a los Estados Unidos se determinarán por el Congreso.”

Analizado este documento, se corrobora que estos territorios eran provincias españolas, de manera análoga a las Islas Canarias o Mallorca hoy, o como Guadalupe y Martinica son actualmente territorios franceses, y Hawái y Puerto Rico pertenecen a Estados Unidos, con sus habitantes considerados ciudadanos norteamericanos. Este marco jurídico e histórico es fundamental para comprender la identidad y la nacionalidad de los creadores artísticos durante el período colonial.

Todo lo que se creó en las artes, ya fuera música, literatura, pintura o danza, y todas las personas nacidas en estos territorios eran, por derecho y por historia, ciudadanos españoles. Reconocerlo no disminuye la trascendencia de su obra, pero sí nos obliga a pensar la noción de “cubano” de manera más matizada y fundamentada.

3. La fusión euroafricana en la música

La contradanza “cubana”, por ejemplo, se erige como una versión criolla de la contradanza europea, transfigurada y enriquecida por los ritmos que resonaban en las calles, festividades y bailes de la época. Esta reelaboración le imprime un carácter singular, irrepetible, distinto del modelo europeo que incluso figuras como Mozart y Beethoven cultivaron en su tiempo.

Nacida como country dance en Inglaterra y posteriormente ennoblecida en la corte francesa, llegó a Cuba como un baile europeo importado, fruto natural de las redes culturales del mundo atlántico. Su presencia en la isla responde menos a un acto creativo aislado que a un proceso histórico de circulación, apropiación y transformación, característico de muchas expresiones musicales del período colonial.

El novelista y musicólogo Alejo Carpentier sostiene en su obra La Música en Cuba que la contradanza fue introducida por los inmigrantes franceses que arribaron a Cuba huyendo de la Revolución Haitiana a finales del siglo XVIII. Esta tesis, ampliamente difundida, ha marcado durante décadas la narrativa más aceptada sobre el origen del género. Sin embargo, otros investigadores de sólida trayectoria, como Zoila Lapique y Natalio Galán, proponen una lectura más compleja: la contradanza habría llegado a la isla por múltiples vías y en fechas anteriores, directamente desde España, Francia o Inglaterra, como parte del repertorio habitual de los salones urbanos de la época.

Lo cierto es que ya en 1803 aparece documentada la contradanza San Pascual Bailón, evidencia inequívoca de que el género circulaba y se practicaba en Cuba desde muy temprano. Pero más revelador aún no es su mera presencia, sino la transformación que experimentó en suelo insular. A partir de mediados del siglo XIX, la contradanza comienza a incorporar con claridad patrones rítmicos de origen africano, fruto de la interacción entre modelos europeos y una población negra libre, urbana y culturalmente activa, que ya formaba parte integral del tejido social habanero.

El pianista, pedagogo y escritor Cecilio Tieles, en su conferencia Presencia catalana en la habanera en Cuba, señala la existencia en La Habana de una población negra libre y transculturada, a la que denominó euronegra o euroafricana: músicos formados en los códigos estéticos y valores europeos sin renunciar a sus raíces africanas. De este núcleo emergen los que Tieles identifica como músicos afrohispanocubanos, activos desde finales del siglo XVIII y protagonistas indiscutibles de la vida musical habanera, mucho antes de que existiera una nación cubana en sentido político.

Figuras como Ulpiano Estrada, quien dirigió óperas de Wolfgang Amadeus Mozart y Gioachino Rossini entre 1817 y 1820, o Tomás Buelta y Flores, cuya orquesta alcanzó notable popularidad y prosperidad económica, ilustran este fenómeno. No obstante, Buelta y Flores fue represaliado en 1844, junto a otros músicos negros, bajo acusaciones de conspiración contra España, cuando en realidad encarnaban a una emergente pequeña burguesía negra que las autoridades coloniales percibían como una amenaza. No es casual que ambos fueran habaneros: La Habana era el epicentro de esta compleja modernidad musical.

En este contexto resulta revelador que Felipe Pedrell, compositor, musicólogo y pedagogo español, mencione a cinco compositores de contradanzas, de los cuales tres eran negros (Tomás Alarcón, Ulpiano Estrada y Buelta y Flores), frente a dos blancos: Muñoz y Zayas y Manuel Saumell. El dato confirma el papel central de los músicos afrohispanocubanos en la gestación de uno de los géneros fundamentales del siglo XIX en Cuba. Como señalara José Antonio Saco, más que de identidad nacional, en esta etapa cabría hablar de una temprana conciencia de nacionalidad o, con mayor precisión, de una identidad musical diferenciada de la española, pero aún ajena al concepto contemporáneo de cubanía.

La habanera se origina en Cuba en la primera mitad del siglo XIX. La primera habanera documentada fue El amor en el baile de un autor anónimo, publicada en el periódico literario habanero La Prensa un 13 de noviembre de 1842. También incorporada en el repertorio clásico europeo. Julian Fontana, amigo de Chopin publica en París en 1845, Reminiscences de l’Havanne, y Souvenirs de l’ île de Cuba, Op. 10, editada en 1847. Un ejemplo emblemático es Carmen de Bizet (1875), aunque el principal impulsor del ritmo fue el español Sebastián Iradier (1809-1865), autor de La Paloma, compuesta en 1863 tras su visita a Cuba. Más adelante, compositores como Claudio Debussy, Maurice Ravel, Isaac Albéniz, Manuel de Falla, Enrique Granados y, más adentrado el siglo XX, Ernesto Halffter y Xavier Montsalvatge, integraron la habanera en sus obras, adaptándola y reinterpretándola desde contextos alejados de la isla. Esto demuestra que la música que hoy reconocemos como “cubana” del siglo XIX ya se difundía y se transfiguraba fuera de Cuba, siendo adoptada en escenarios donde la soberanía política cubana aún no existía. Para muchos de estos compositores, la habanera era española, aunque su origen inequívoco fuera Cuba.

Carpentier observa que la habanera no recibió originalmente ese nombre por parte de sus intérpretes en La Habana, sino que lo adoptó al difundirse fuera de la isla y alcanzar proyección internacional. Este fenómeno evidencia la circulación transnacional del género en un contexto anterior a la independencia, situándolo en un marco histórico en el que las expresiones musicales se desarrollaban antes de que el Estado cubano existiera como entidad soberana.

Nicolás Ruiz Espadero, pianista y compositor, ha sido objeto de una necesaria reivindicación dentro del proyecto Música romántica hispano-cubana del siglo XIX, impulsado por el pianista Cecilio Tieles y el musicólogo Jesús Gómez Cairo, celebrado en La Habana entre el 21 y el 24 de junio de 2018. En ese contexto, Tieles subraya que:

“El romanticismo cubano creció en un ambiente particularmente favorable para la música y, por evidentes razones históricas, estrechamente vinculado a lo español”.

En el ámbito pianístico, destaca una generación de figuras fundamentales —Fernando Arizti, Pablo Desvernine, Adolfo de Quesada, José Manuel Jiménez Berroa, Ignacio Cervantes, Gaspar Villate y Cecilia Arizti— siendo estos tres últimos discípulos directos de Espadero, a quien Tieles considera la figura más relevante del pianismo hispano anterior a Isaac Albéniz y Enrique Granados. Resulta especialmente significativo que Espadero desarrollara la totalidad de su carrera artística y personal en Cuba, sin haber salido nunca de la isla.

La cercanía con lo español no puede explicarse únicamente por afinidades culturales o artísticas, sino por una condición histórica concreta: hasta 1898, los habitantes de la isla eran jurídicamente ciudadanos españoles, nacidos en la provincia de Cuba. Este dato, a menudo relegado o suavizado en los relatos posteriores, obliga a reconsiderar la manera en que se ha construido la narrativa de nuestra historia cultural y, por extensión, de nuestra formación educativa e identitaria. Conviene subrayar que esta reflexión no cuestiona la cubanía como sentimiento ni como expresión cultural; por el contrario, contribuye a una comprensión más lúcida y matizada de un pasado común que resulta indispensable para entendernos en el presente.

En este sentido, resulta particularmente esclarecedora la noción de transculturación formulada por Fernando Ortiz, quien concibió la cultura cubana no como una mera yuxtaposición de influencias, sino como el resultado de una fusión profunda y creadora entre lo español y lo africano. Puede hablarse, si se quiere, de raíces —de padre y de madre—, pero el fruto de esa unión, el “hijo”, constituye una entidad nueva, indivisible y con rasgos propios, irreductible a la suma de sus componentes originales. Desconocer o minimizar esa condición híbrida no solo empobrece la comprensión de nuestro devenir histórico, sino que también distorsiona la lectura de aquello que, con el paso del tiempo, hemos llegado a reconocer como plenamente cubano, aun cuando su gestación se produjo dentro de un marco legal y jurídico inequívocamente español.

4. La música cubana post-1898: Una identidad consciente

Solo después de 1898, con la independencia formal de Cuba, puede hablarse de una música que pueda considerarse plenamente cubana desde el punto de vista jurídico. Esta es, desde luego, es mi interpretación y preocupación personal, y los invito a descubrir sus matices.

Los compositores del siglo XX trabajaban en el marco de una nación emancipada, con su bandera y su himno, conscientes de la necesidad de proyectar al mundo una identidad propia. Sus obras no solo expresaban talento individual, sino que reflejaban deliberadamente la cultura, la memoria y la identidad de un país que por fin era soberano, dotando a la música de una voz auténticamente nacional.

La creación musical de esta etapa se revela como un espejo de la nación que comenzaba a definirse política, social y culturalmente. Cada obra, cada innovación rítmica o melódica, lleva consigo el sello de una Cuba que empieza a reconocerse y afirmarse. Figuras como Ernesto Lecuona, Alejandro García Caturla y Amadeo Roldán personifican esta consolidación: su música no solo deleita, sino que declara con claridad la identidad de un pueblo soberano, abrazando sin reservas todas las influencias que convergen en nuestra cultura y contribuyen a su riqueza singular. También destaca el caso de Carlo Borbolla (1902-1990), cuya figura se erige como un puente entre la tradición musical europea y la música cubana en proceso de formación, integrando lo popular y lo académico con rigor.

Soy consciente y afirmo que la música creada antes de esa fecha es, sin duda, cubana en su gestación cultural y expresiva; pero, desde el punto de vista jurídico e histórico, se inscribe dentro del marco español. Algo semejante ocurre con el flamenco andaluz, el fandango de Huelva o las diversas expresiones musicales de Aragón y del noroeste peninsular (Galicia, Asturias y Cantabria), todas ellas portadoras de rasgos locales inconfundibles y, a la vez, integradas en un mismo centro jurídico: España. Conviene recordar que cada provincia o región imprimía un color particular a su música, generando una pluralidad de lenguajes sonoros que convivían bajo una misma estructura política y legal. Cuba no fue una excepción dentro de ese entramado histórico.

El proceso de definición de la nueva nacionalidad, la cubana, se consolida principalmente después del 20 de mayo de 1902, fecha en que se proclamó la República de Cuba, se puso fin a la ocupación militar estadounidense y se izó la bandera nacional con Tomás Estrada Palma como primer presidente, aunque bajo una soberanía aún limitada por la Enmienda Platt.

5. Creadores en la diáspora

Otro debate clave consiste en determinar qué tan “cubano” puede considerarse lo creado fuera de la isla. ¿Acaso la emigración despoja a alguien de su cubanía, o ésta lo acompaña hasta el fin de sus días? Tanto en el siglo XX como en el XXI, los creadores que han emigrado, y los que aún emigran, llevan consigo el amor por su tierra, así como todas las influencias que han permeado su intelecto y formación. Así, cada miembro de la diáspora crea nuevas formas de arte más allá de las fronteras físicas, con o sin síncopa, pero siempre con un arraigo que lo conecta a Cuba.

Toda creación musical parte de una experiencia personal, pero en el caso cubano esa experiencia está atravesada, de manera inevitable, por la memoria histórica y cultural de la nación. En ella conviven recuerdos, resonancias persistentes y silencios que también forman parte del discurso. Cuba se expresa tanto desde la cercanía como desde la distancia, en una tensión continua entre pasado, presente y proyección futura. En ese espacio simbólico, la música se afirma como un vehículo de identidad reconocible, ya sea concebida desde la isla o desde la diáspora, dando cuenta de una cubanía plural, dinámica y en permanente construcción.

El reconocimiento de estos creadores, que desde tierras distantes continúan encarnando y proyectando nuestra cultura hasta el presente, debería asumirse con una mirada elevada y desapasionada, al margen de afiliaciones ideológicas o contingencias políticas. La historia nos dará la razón y acabará por incorporarlos al acervo común; y dentro de un siglo, cuando las querellas del tiempo actual se hayan extinguido, sus nombres y sus obras serán inscritos, sin reservas, en esa memoria colectiva que trasciende las fracturas circunstanciales y nos vincula como una comunidad histórica indivisible.

6. Reflexión final: Honrar la historia y proyectar el futuro

Este ensayo también constituye un llamado a la unidad cultural y a la preservación del legado nacional. Nuestra música nos conecta con tradiciones europeas, africanas y muchas más. Conservar este legado requiere honestidad histórica: solo al reconocer nuestra diversidad podemos fortalecer la identidad cubana y transmitirla a las nuevas generaciones con orgullo, conciencia y dignidad.

Mi reflexión es una invitación a mirar con atención y afecto nuestra historia. No se trata de cuestionar por cuestionar, sino de acercarnos con respeto a quienes la hicieron posible, reconociendo sus logros, sus dudas y la riqueza de su expresión. En mi opinión, desde esta mirada comprensiva podemos honrar a nuestros creadores, custodiar nuestro patrimonio y acompañar a la música cubana hacia un futuro que abrace con cariño sus raíces y, al mismo tiempo, se abra con esperanza y creatividad a nuevas posibilidades.

Por Yalil Guerra, Ph.D.

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