Cuando en 1994 escuché el discurso ridículamente florido de Hugo Chávez en la Habana, no podía imaginar que aquellas estupideces serían el germen de lo que hoy se vive en Venezuela. Mi perspectiva cambió dos años después al ver como aquel exaltado idiota lideraba las encuestas en la carrera presidencial.
La realidad se precipitó. Chávez triunfó, incluso apoyado por grandes empresarios. Rápidamente comenzaría la larga lucha para frenar al castro-chavismo o Socialismo del Siglo XXI, que crecía como bola de nieve alimentado por los petrodólares.
El viejo discurso de la justicia social y de una sociedad más igualitaria volvía a convertirse en el señuelo para implantar una visión y estructuras colectivistas. Afincados en la historia previa de corrupción, nepotismo e ignorancia, el chavismo, de la mano del viejo castro, supo ir desmontando las estructuras y dinámicas democráticas. Chávez, entre cánticos y zorro folclor, acelerones y cautela, aprendía a administrar el tiempo para sus engañifas. Cada día en el poder significaba un día desmantelando la democracia con sus estructuras políticas, económicas, sociales y esquinando las libertades individuales.
Veinte años después continua la batalla contra el castro-chavismo, mientras ellos siguen pujando por estabilizar el desastre y sorteando la tempestad. No buscan proclamarse como grandes triunfadores, sino solo vivir un día más, han aprendido a permanecer. Confían en que el tiempo en política es pendular y que la sobrevivencia de hoy, es el pasaporte para preponderar mañana.
La nueva administración norteamericana ha puesto su mira en la Troica de Tiranías, Cuba-Venezuela-Nicaragua, dando un drástico giro en relación a la administración anterior. Obama creía que una variante reformada de estos regímenes podría ser viable. Su visión permeada de una lógica colectivista le regalaba dosis de legitimidad a estas tiranías.
Algunos actores de la oposición en nuestros países siguen también esa misma lógica. No es un secreto que en el mapa político existen posiciones distintas y en algunos casos contrapuestas. Hablar de unidad constituye una falacia si se comprende que algunos actores, incluso reprimidos por estos regímenes, se sienten ideológicamente más afines al colectivismo que al pleno ejercicio de las libertades individuales. Consideran que varios elementos del sistema son salvables. Hace unos días escuchaba la delirante frase: chavismo democrático.
Hablar del uso de herramientas democráticas como mecanismos para terminar con este tipo de regímenes muestra una complacencia o desconocimiento peligroso de la naturaleza de los tiranos. Concebir que actores, redes y estructuras del sistema pueden ser parte de una transformación profunda y de un futuro escenario democrático, es no comprender que los totalitarismos y su núcleo de actores son cancerígenos. Si logran sostener algunas de sus bases, terminan regresando y destruyendo a las democracias.
Los totalitarismos descansan en una lucha encarnada contra la libertad individual y el pleno sometimiento al poder. Una concepción colectivista cae en la trampa de dejar espacio a la permanencia o reciclaje del castro-chavismo, ya sea rancio o en algunas de sus variantes.
La transición a la democracia en nuestros países implica la muerte de estas ideologías de odio, con todas sus estructuras y redes implicadas. La confrontación es inevitable. Por otra parte, responsables de muertes y violaciones tienen que responder ante la justicia. La propia sociedad debe buscar sus mecanismos de cura pero el total desmantelamiento de estos regímenes es vital. La plena libertad de una nación es frágil. La lucha por obtenerla siempre es tarea dura.