Desde el apoyo desmedido al ahora colapsado régimen de Assad en Siria hasta el sostenimiento del narcoestado de Maduro en Venezuela y la brutal dictadura de Ortega en Nicaragua, la intervención de Putin se extiende desde Europa del Este hasta el Medio Oriente, América Latina y África. Respaldando a tiranos, alimentando guerras en Ucrania y Georgia, y apoyando a caudillos en África, amenaza a los países bálticos y juega peligrosamente en Escandinavia, mientras interviene en la sombra en México para provocar a Estados Unidos desde cerca. Es una estrategia desesperada de sobreextensión, un eco de los errores que alguna vez llevaron a la ruina a la URSS.
El colapso del régimen de Assad expone los límites de esta estrategia: un aliado fallido que Putin no pudo salvar porque las ambiciones de Rusia superan sus capacidades por un margen inmenso. Ver a Lavrov pavonearse por el mundo, pontificando y dándose aires mientras su gobierno se hunde, se ha convertido en el patético espectáculo de un régimen arrogante en decadencia terminal.
¿El verdadero legado de Putin? Ha convertido a Rusia en un estado hueco. Mientras sus compinches de la comunidad de dachas de Ozero se enriquecen obscenamente, las mentes más brillantes huyen, los pobres mueren en los campos de batalla, los ancianos son abandonados, y la nación no aporta nada más que caos al mundo. Apoyar regímenes brutales ya era un error bajo la excusa de la ideología. Ahora, respaldar imperios criminales, represivos y narco-traficantes no solo es incompetente, es suicida.
Rusia no es un líder global. Es una cleptocracia tambaleante, desesperada por exportar su miseria mientras su pueblo sufre. El gobierno de Putin no será recordado por su fuerza, sino por el espectacular desperdicio de tiempo, recursos y potencial humano.
