Se cuenta que el dictador Trujillo gastaba las tardes en paseos diarios por el malecón de Quisqueya. Era en esos paseos cuando los cortesanos se enteraban de los nuevos caprichos del voluble dictador. Así los inmortaliza Mario Vargas Llosa, amontonados en las aceras, con sus trajes sudados, aguardando la señal oportuna para compartir la caminata y sumarse al séquito de los elegidos por el “benefactor de la patria”.
El dictador cubano Fidel Castro también creó varios rituales, (aunque menos arriesgados que las caminatas al aire libre de Trujillo), porque igual disfrutaba manteniendo en ascuas a sus ministros y militares, inseguros funcionarios que cada jornada se preguntaban si seguían formando parte de la locura institucionalizada o si han pasado a engrosar la lista de los responsables de algún fracaso.
Uno de esos rituales fue su propio campeonato de basquetbol. Una lid con selecciones conformadas por dirigentes disfrazados de atletas.
El partido no se dirimía en horarios normales: el dictador impuso su condición de animal nocturno, robando sueño y madrugadas a sus leales. Los equipos tenían nombres muy criollos. El comandante bautizó el suyo como los yaguasines en honor a un pato endémico perseguido por esos días como la versión nacional de los gorriones chinos. Acusados de comer demasiado arroz, habían provocado movilizaciones de cazadores y depredadores de nidos en todo el sur arrocero del país que, a la manera de Mao, casi borran a los pobres pájaros de los campos de la Isla.
La broma del dictador convertía en principal aspiración de todos los dirigentes el llegar a ser un yaguasín sin importar las asociaciones con los animales tiroteados o con los huevos machacados.
El dictador disfrutaba del mejor tabloncillo del país para dos propósitos fundamentales: satisfacer su ego y manejar las intrigas de palacio. Uno de sus ayudantes que terminó como ministro arropado en los pijamas del retiro forzoso, me contaba que no había lista ni horario preestablecido, era como una rifa de la suerte, un juego de azar.
La incertidumbre les obligaba a mantenerse despiertos y con las “plantas abiertas”, esos exclusivos artificios japoneses adheridos a los estrechos interiores de los nuevos autos de los jerarcas, de los que siempre colgaba un micrófono con cable de teléfono, adminículos del poder que permitía presumir ante las amantes y permanecer localizado por toda la noche, para recibir la invitación oportuna.
Sólo los favorecidos serían llamados, y siempre momentos antes de comenzar el partido. Hasta que llegaba ese momento, todos sentían el mismo escozor de duda y temor; la llamada les devolvía su protagónico (al menos por unos días) y garantizaba una desaforada carrera a bordo de los nuevos Alfa Romeo con brillantes colores y unas inmensas antenas encajadas en los baúles que identificaban a los “pinchos” del momento.
Llegar tarde al coliseo podría ser una falta grave, era preferible que te reventaras en el camino a bordo de las veloces máquinas italianas. No en balde las carrocerías y motores recién importados cobraron más vidas de dirigentes revolucionarios que las balas del ejército de Batista.
El antiguo ayudante me contaba que al día siguiente comenzaban las llamadas tímidas de los excluidos, explorando el terreno, tratando de justificar su desgracia en un aparente olvido o error. Aspirando a una ronda de consuelo, dispuestos a asumir o justificar lo que fuera.
José Llanusa, presidente del Instituto de Deportes, organizaba el circo con reglas elementales y fáciles de cumplir: siempre los mejores al lado del comandante, con gardeo ligero y pase oportuno para que fuera él quien encestara.
Ni siquiera esa dedicación convirtió a Llanusa en una pieza imprescindible. Como tantos, un buen día, dejó de ser llamado. Nadie lo pudo sustituir en el manejo de los desiguales contendientes, su exclusión condenó la liga, que terminó por desaparecer entre “truenes” cíclicos y zafras incumplidas.
Otro de los jugadores ocasionales, un jabao capirro, fuerte y con nombre de noble romano, me comentaba que simulaba todo el tiempo, mientras con diplomacia dejabas escapar al comandante, enredado entre su pésimo dribbling y sus piernas flacas, esos apéndices vergonzosos que permanecían cubiertos, protegidos de las miradas indiscretas. “Lo peor —decía el jugador— era que el jefe se creía con aptitudes, como si sus pocas canastas no las debiera a las presiones de Llanusa y al rostro agresivo de sus escoltas, que, en primera fila, cohibían a árbitros y contrarios”.
Alina Fernández cuenta cómo, de niña, una de las pocas veces que la llevaron ante la presencia del padre, fue para disfrutar de uno de los aburridos partidos; sus comentarios sobre la flacidez pectoral del organizador principal, al parecer, fueron causa suficiente para que no volviera a ser invitada y desataron el odio visceral del ministro de los deportes.
El primer nivel del poder luchaba por calzar tenis en el tabloncillo, pero los buscadores de dádivas, los caídos en desgracia, los temerosos de su futuro o los jugadores que no eran reclamados sólo podían aspirar a formar parte del público, a contemplar el circo desde los bancos aledaños. La presencia de los espectadores se manejaba con igual método y selección que la de los jugadores. Eran “los otros”, una segunda pista, con actores de poca monta, que ensayaban intrigas, arrepentimientos y denuncias. Disputándose la atención del comandante en cada intervalo, tratando de opacar el atractivo candor de la amante de turno, la sonrisa del ayudante omnipresente o la prestancia del nada atlético ministro de cultura. Este último, más parecido al encargado de la cadena que franquea el parqueo que a un funcionario de la Revolución, trataba de paliar el físico que le deparó la vida con su miopía atenta a cada sorbo de agua, a cada gota de sudor del comandante.
Y estaban los aspirantes, que trataban de colar su queja o pedido en el momento oportuno, antes que se apagaran las luces de la que pudo ser su única oportunidad. Tratando de acercarse, esquivando el gardeo profesional y a los aduladores constantes, compitiendo porque su grito se escuchara como el más alto: “que bien que juega, comandante”, “casi la cuela”, “de casualidad falló”, “usted sí le sabe” ….