A veces las palabras más nuevas nacen de lo que nadie se atreve a nombrar. En algunas regiones de América Latina ocurre algo que ni la ideología ni la criminología explican del todo.
Un análisis preciso para contar las cosas como son
A veces las palabras más nuevas nacen de lo que nadie se atreve a nombrar. En algunas regiones de América Latina ocurre algo que ni la ideología ni la criminología explican del todo.
Lo que comenzó como un proyecto de redención social terminó convertido en un sistema donde la revolución y el narcotráfico ya no se enfrentan, sino que se necesitan. Venezuela es hoy el ejemplo más claro, ya que es un país donde el poder político se sostiene también con dinero de rutas clandestinas, donde militares de alto rango fueron señalados por facilitar el envío de cocaína hacia Estados Unidos y Europa. A esa red se la conoce como el Cártel de los Soles, un grupo que muestra cómo la estructura del Estado puede fundirse con la del crimen.
Detrás de esa alianza hay asesoría, método y aprendizaje. Cuba, que desde hace décadas opera con inteligencia y control férreo, no produce drogas ni las exporta, pero sí ofrece conocimiento, logística, espionaje, canales diplomáticos y lavado de dinero.
Hay analistas que llaman a esta cooperación “Cubazuela”, una fusión entre el aparato cubano y el chavismo, donde el narcotráfico no es un negocio marginal sino una herramienta de supervivencia política. La revolución, en ese modelo, ya no se financia con ideología sino con cocaína.
Para entenderlo hay que volver un poco atrás. En los años ochenta, Centroamérica era un tablero de guerra fría con Nicaragua y los sandinistas en el poder gracias a la ayuda cubana y soviética. Del otro lado, los Contras, recibían apoyo de Washington, pero se financiaban parcialmente con rutas de droga. En Panamá, el general Manuel Noriega utilizaba el Estado como pasarela para los cargamentos del cartel de Medellín, mientras repartía información tanto a la CIA como a los narcos. En ese mundo de doble lealtad, el marxismo, el anticomunismo y la cocaína formaban parte del mismo mapa.
Desde entonces el patrón se repite con gobiernos que nacen en nombre de la justicia social y terminan con economías ilegales para sostener su poder. La ideología sirve como escudo moral, la represión interna asegura silencio y el dinero del tráfico alimenta redes clientelares, propaganda y seguridad. Incluso regímenes más lejanos, como Corea del Norte, están acusados por la fabricación de drogas sintéticas para obtener divisas. En todos los casos, la lógica es la misma, cuando el sistema económico colapsa, el crimen se vuelve política de Estado.
Ese entrelazamiento entre revolución y narcotráfico no tiene todavía una palabra definitiva, pero quizás haya que llamarlo narcomarxismo. Un fenómeno donde el marxismo deja de ser una teoría económica para convertirse en una estructura de poder sostenida por el delito. El discurso se mantiene: el enemigo es el imperialismo, la causa es la igualdad. Lo que cambia es el combustible: ya no son los obreros, sino los carteles. Y cuando una revolución pone su fe por encima de las personas que dice liberar, termina justificando todo, incluso lo que la destruye. El narcomarxismo es eso: el punto exacto donde la utopía se transforma en negocio.
Las cosas como son
Mookie Tenembaum aborda temas internacionales como este todas las semanas junto a Horacio Cabak en su podcast El Observador Internacional, disponible en Spotify, Apple, YouTube y todas las plataformas.
