La política comienza en la conciencia. Antes que las leyes de los hombres, los decretos o las urnas, está la conciencia, la brújula del bien, que nos dice qué es justo y qué no lo es. Sócrates, el más sabio de los griegos, entendió que el destino de la ciudad depende del alma de sus ciudadanos. Por eso enseñó que la primera obligación del hombre público es examinarse a sí mismo. Sin autoconocimiento no hay justicia posible, y sin justicia, la república se disuelve en apariencia.
Pero claro, la conciencia, ese saber acerca de lo que hace mejor al hombre actuando, supone que lo bueno, lo justo, no es algo que el hombre determine o invente. Pues, hay una ley inscrita en el, que le sirve como el código al juez, para emitir un juicio sobre si lo que va a realizar, lo realizado y las consecuencias de la acción, son buenas y justas.
Para Sócrates, obedecer a la ley de los hombres no significaba someterse ciegamente, sino discernir si esa ley servía a la verdad. Cuando Atenas le ordenó callar, no desobedeció por capricho, sino por fidelidad a su conciencia. En su serenidad ante el tribunal se revela el principio moral de toda política: hay deberes más altos que la conveniencia y una justicia más firme que la mayoría. O, lo que es lo mismo decir, es mejor padecer una injusticia que cometerla. Pues, actuar conforme a la justicia me hace justo y bueno.
La ciudad se enferma cuando los ciudadanos viven de espaldas a su conciencia. La rutina, el miedo o la apatía convierten al pueblo en masa, y la masa en instrumento de los poderosos. El remedio es la educación del ciudadano: aprender a pensar, a querer, a preguntar, a escuchar razones. Por eso Sócrates caminaba por las calles interpelando a todos, desde los políticos hasta los poetas, pidiéndoles que justificaran lo que creían saber. No buscaba escándalo, sino conversión: que cada uno se volviera consciente de su ignorancia, primer paso hacia la sabiduría.
La actualidad de Sócrates es inagotable. En toda época hay quienes repiten consignas sin reflexión, quienes obedecen a los líderes como si fueran oráculos, y quienes, por miedo al ridículo o a la soledad, callan lo que su conciencia dicta. Pero la libertad no nace del consenso, sino de la verdad. Solo el hombre que piensa por sí mismo puede resistir la presión del grupo y conservar la dignidad.
En el terreno político, esta lección es decisiva. Un pueblo educado en la conciencia es invulnerable a la demagogia. No se deja arrastrar por promesas vacías ni por discursos que apelan al resentimiento o al miedo. Votar, en esta perspectiva, no es un acto mecánico ni un favor a quien más grita, sino un juicio moral: el ejercicio de discernir entre lo justo y lo injusto. La conciencia es el árbitro invisible, la brújula del bien, que pondera y determina el valor de un voto. El político auténtico no manipula esa conciencia, la despierta. No busca obediencia, sino comprensión. Su palabra no promete placer ni poder, sino verdad. El demagogo halaga, el sabio persuade. Sócrates no ofrecía soluciones inmediatas: ofrecía incomodidad, la única vía hacia la virtud y a la eternidad. Por eso fue condenado; la ciudad prefería la tranquilidad de la mentira al esfuerzo de la verdad.
Su muerte es la victoria de la conciencia sobre el miedo y la impiedad. Beber la cicuta fue su manera de enseñar que la integridad y la eternidad, valen más que la supervivencia. Desde entonces, cada ciudadano está llamado a elegir entre el conformismo y la verdad, entre el cálculo y la conciencia. La república, en el sentido más alto, no es una forma de gobierno: es una comunidad de hombres que aman la verdad.
El ciudadano socrático no se mide por su voto, sino por la rectitud de su juicio. La democracia, sin esa raíz ética, se vuelve pura estadística. Por eso, antes de escuchar a los candidatos o de leer los programas, deberíamos hacer lo que Sócrates pedía a los suyos: examinar nuestra propia vida, preguntarnos si buscamos el bien o solo el beneficio.
En tiempos donde la palabra pública se degrada y el ruido domina, la voz de Sócrates vuelve a ser necesaria. Nos recuerda que la conciencia, aunque solitaria, es el último bastión de la libertad, porque ningún poder político puede someter al hombre que se atreve a pensar.
Juan Carlos Aguilera P.
Club Polites.
FUENTE: Juan Carlos Aguilera P.