Hace muchos años atrás el laureado director brasileño Glauber Rocha (piedra angular del Cinema Novo) proclamó una máxima que se transformaría en la consigna de muchísimos cineastas de la región: toda película es un acto político. Frase que podía sonar como algo extremo hace unas décadas, pero que en la actualidad cobra cada día más vigencia. Sea una película para niños de Disney, una épica de superhéroes pensada para adolescentes o un largometraje de terror independiente, absolutamente todos los productos que llegan a cartelera —o streaming— terminan siendo atravesados por una lectura política que, en muchas ocasiones, tergiversa la intención original del autor con su obra.
Esta necesidad de politizar todas las historias tiene un efecto secundario: el oficio del artista queda relegado a un segundo plano y pareciera que lo único que termina validando —o no— determinada película está estrechamente ligado a la conversación que se genera alrededor de ella. Si a esto sumamos que gran parte de las campañas de marketing dependen de la viralización en redes sociales, las matrices de opinión generadas por medios —e influencers— y cierta necesidad de vincular un estreno con cualquier hecho actual, el resultado termina haciendo que asistamos a las salas de cine para ver un largometraje por lo que se habla de él (y no por lo que realmente plantea). Una predisposición que, en muchos casos, suele ser contraproducente y que limita nuestro espacio de interacción con la obra.
El cine, como cualquier otro arte, es un espacio de proyección donde la psique, personal y colectiva, arroja sus miedos y anhelos esperando experimentar una suerte de catarsis al final de la proyección. Esta magia se agota cuando transformamos los largometrajes en panfletos, crucificándolos o alabándolos, solo por su mensaje. Este es el caso de Sound of Freedom (Sonido de libertad), la nueva película de Alejandro Monteverde, una historia sumamente polémica que ha polarizado por completo a la opinión pública desde su estreno.
Inspirada en la historia real de Timothy Ballard (un agente del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos que lleva años trabajando incansablemente en desmantelar redes de tráfico de menores), Sound of Freedom se centra en la búsqueda de Miguel (Lucas Ávila) y Rocío (Cristal Aparicio), unos hermanos que son arrebatados de su padre para ser explotados en una red de prostitución infantil. Un crimen que conmueve profundamente a Timomthy (Jim Caviezel) y que lo impulsa a rebelarse a sus superiores, salirse de su jurisdicción e internarse en México y Colombia para rescatar a estos niños. En el proceso, nuestro protagonista conseguirá el apoyo de diferentes personajes que lo ayudarán a enfrentarse a algunos de los peces gordos del monstruoso negocio de la esclavitud y explotación sexual infantil.
Lo que suena como premisa de un thriller policial o película de acción genérica, es realmente un drama que se cuece a fuego lento y que evita caer en los clichés a los que nos tiene acostumbrados el cine de Hollywood (no hay persecuciones trepidantes por barrios pintorescos, tampoco tiroteos o peleas cuerpo a cuerpo, ni hablar de planes de infiltración con tecnología de punta al estilo Heist movie). El resultado es una historia que se siente más como una recreación de un hecho de la vida real que una obra de ficción. Con un presupuesto bastante reducido (14 millones de dólares), la producción de Sound of Freedom está más cercana al cine independiente latinoamericano que al comercial de Hollywood… pero, al mismo tiempo, todo el ruido alrededor de ella la transformó en un éxito hasta el punto de pelear en la salas con super producciones como Indiana Jones and the Dial of Destiny y Mission: Impossible — Dead Reckoning Part One (y, posiblemente, también salga bien parada durante el “Barbieheimer”). A 2 semanas de su estreno Sound of Freedom sigue llenando butacas y dando de qué hablar hasta el punto de rozar los casi 100 millones de dólares en taquilla, transformándose en una de las grandes sorpresas del 2023.
Por supuesto, esta notoriedad no es fortuita. Dejando a un lado lo álgido del tema que explora, las mentes detrás de Sound of Freedom han hecho una campaña viral para que las personas vayan a las salas de cine como si de un acto de rebeldía se tratara. Apoyándose en que el proyecto se rodó hace 5 años y tuvo grandes problemas para la distribución —que se interpreta como censura por parte de los grandes estudios—, la proyección del largometraje cierra con un call to action para que el público compre entradas para otras personas y comparta en sus redes sociales el impacto de esta historia (apelando al espíritu heroico de una audiencia sumamente tocada por unas cifras alarmantes alrededor del tráfico infantil y un discurso conmovedor de Jim Caviezel). Si a esto sumamos las entrevistas polémicas que han dado sus productores/actores y las declaraciones de figuras como Mel Gibson, Elon Musk, Donald Trump, Jordan Peterson, entre otros, no es de extrañarnos la controversia que ha explotado en todos los medios. Es así como la conversación que se ha armado alrededor de Sound of Freedom tiene todos los ingredientes para azuzar las posturas políticas más radicales en la palestra. Pero este alcance y la polémica que ha generado poco tiene que ver con la historia que cuenta. De hecho, el 80% del largometraje se desarrolla entre México y Colombia (y en ningún momento se habla de teorías de conspiración, Qanon, Jeffrey Epstein, Pizzagate, etc… de hecho, cuando la película se rodó ninguno de estos temas existían en la opinión pública).
El guion a cargo de Alejandro Monteverde y Rod Barr, aunque poderoso en su mensaje, tiene una mezcla irregular de bondades y falencias. Su principal defecto es pecar de tener demasiados diálogos expositivos que, por momentos, rozan el panfleto (haciendo que personajes suelten monólogos que sabemos que están directamente pensados para el público). En la otra antípoda, su mayor virtud es la de explorar un tema sumamente sórdido con una gran delicadeza: en ningún momento vemos escenas explícitas, pero entendemos entrelíneas todo el horror que están viviendo las víctimas del tráfico. Desde una perspectiva en macro, la estructura del guión también sufre una suerte de dicotomía. La primera mitad del largometraje tiene una serie de personajes irregulares (unos fascinantes como el Vampiro, otros caricaturescos como El Calacas) y los conflictos se resuelven a través de conversaciones aburridas (curiosamente, es esta parte la que está basada en una operación real). La otra mitad de la película es una maravilla que compensa los desaciertos de la parte anterior, una suerte de homenaje a Apocalypse Now (ambientado en el corazón de la selva, en una aldea liderada por guerrilleros violentos y mandamases), donde con pocos diálogos y una puesta en escena sencilla estamos sumergidos en una gran tensión.
película cine sound of freedom epk.tv /Angel Studios vía Luis Bond
Fotograma de la película Sound of Freedom.
La dirección de Alejandro Monteverde (Bella, Little Boy) también tiene sus aciertos y bemoles. Como puntos a favor, Monteverde brilla cuando se decanta por construir un thriller policial (como el primer y el último acto del largometraje), pero pierde fuerza cuando trata de mantener nuestra atención en las escenas que van hacia el registro del drama (haciendo que algunos momentos, como los de Tim y su esposa, se sientan sacados de una suerte de soap opera). El trabajo con los actores también es desigual, teniendo interpretaciones maravillosas y otras terribles que rozan el histrionismo. Jim Caviezel, la cara principal de Sound of Freedom, cumple con su rol protagónico a cabalidad: lo vemos en una actuación contenida y muy conmovedora que, a pesar de sus diálogos expositivos, termina ganándonos con sus silencios y expresiones que nos transmiten el dolor que lo invade. Bill Camp brilla en su rol como el Vampiro, siendo uno de esos personajes “extraños” que se roban nuestro corazón. Javier Godino también nos regala una interpretación bastante sincera y cercana sin mayores aspavientos. Los niños Lucas Ávila y Cristal Aparicio están impecables (siendo este uno de los grandes retos del largometraje). Curiosamente, Mira Sorvino (ganadora del Oscar) está casi ornamental dentro de la historia y con un registro sumamente plano —de hecho, su presencia en el film es casi de tipo anecdótico por una petición del mismo Tim Ballard. Eduardo Verástegui, productor de la película, aparece por muy corto tiempo —casi como si de un Cameo se tratara— y pasa sin pena ni gloria. Los que si rompen por completo con el ritmo y la veracidad de Sound of Freedom son Yessica Borroto, Gustavo Sanchez y Kurt Fuller que encarnan personajes unidimensionales y con un registro que roza la parodia.
La cinematografía de Gorka Gómez Andreu (Las buenas compañías, Irati) se destaca en los espacios oscuros y la creación de atmósferas de algunas locaciones en interior, pero pierde su personalidad cuando trabaja en exteriores soleados. El diseño de producción de Carlos Lagunas brilla en los ambientes rurales y urbanos (como el campamento de la Guerrilla, los hoteles y bares en Colombia), pero cae en los lugares comunes cuando se trata de las oficinas del Departamento de Seguridad o la casa de Tim (haciéndonos sentir casi en un set). La música de Javier Navarrete (El laberinto del fauno, Wrath of the Titans), hace gran parte de la magia del mood que tiene Sound of Freedom, paseándose por composiciones que recuerdan al trabajo de Gustavo Santaolalla en su época de colaboración con Alejandro Gonzalez Iñárritu. El montaje de Brian Scofield (Deadly Illusions, Welcome Home) brilla en la construcción de escenas donde el registro primordial es el suspenso, pero difícilmente mantiene la tensión perenne que una película de más de 2 horas requiere.
Dejando a un lado todas las teorías de conspiración alrededor de ella, las complejidades que atravesó para poder estrenarse y las declaraciones polémicas de sus artífices (y alrededor de ellos), Sound of Freedom nos habla de una realidad que no podemos obviar: el tráfico de menores de edad y la pornografía infantil existe en todas partes del mundo. Solo por atreverse a hablar de un tema tan álgido este largometraje merece toda la atención que tiene y se agradece que sirva como excusa para traer a la palestra una problemática colectiva que suele pasar por debajo de la mesa. Lastimosamente, la controversia alrededor de la película termina desvirtuando su contenido, transformándola en una bandera política de un bando contra otro, polarizando por completo su mensaje. Los cineastas son seres humanos y como cualquier persona profesan una religión, defienden una postura política determinada y tienen derecho a compartir sus opiniones personales sobre cualquier tema. Lo que no pueden olvidar es que, quieran o no, estas visiones atraviesan su obra y la impregnan para bien o para mal. El problema radica cuando el publico comienza a evaluar un largometraje por la polémica alrededor de él y no por su valor intrínseco. Es en ese momento donde el arte se transforma en política y todo su poder para hacer catarsis se degenera en un simple panfleto, relegando una obra que pudiese perdurar en el tiempo a un boom pasajero. Será la objetividad que el tiempo le impone a las obras el que diga si Sound of Freedom será recordada exclusivamente por la denuncia que hace y la controversia alrededor de ella o, genuinamente, por su calidad como largometraje.
Lo mejor: la conversación que se genera alrededor de ella que, a pesar de la polarización, es sumamente necesaria. La actuación de Jim Caviezel, Bill Camp y los niños. La última hora de película es sumamente tensa y huye de los lugares comunes de Hollywood.
Lo malo: el personaje de Mira Sorvino es completamente unidimensional y sus pocas intervenciones son casi de relleno. Las actuaciones caricaturescas de muchas figuras antagónicas. Algunos diálogos pecan de expositivos y son poco orgánicos.