La noticia ha saltado a los teletipos y, sin duda, no se puede dudar de su trascendencia. El Presidente ha anunciado el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel y el previsible traslado de la embajada de los Estados Unidos a esta ciudad.
La noticia ha saltado a los teletipos y, sin duda, no se puede dudar de su trascendencia. El Presidente ha anunciado el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel y el previsible traslado de la embajada de los Estados Unidos a esta ciudad.
La reacción internacional ha sido negativa casi de manera unánime. Independientemente de la mayor o menor simpatía que se sienta hacia Israel, lo que sucede no es difícil de entender si se conoce la Historia.
En torno al año 1000 a. de C., el rey David arrebató Jerusalén a los jebuseos y la convirtió en la capital de Israel. Duró poco semejante circunstancia. A la muerte de su hijo Salomón, Israel se dividió en la monarquía norteña de Israel y la sureña de Judá que conservó como capital Jerusalén.
Durante algo más de cuatrocientos años, Jerusalén fue la capital de los judíos, pero en el siglo VI a. de C., la ciudad fue tomada por el rey de Babilonia, su templo fue arrasado y sus habitantes deportados por siete décadas.
Cuando algunos de los judíos regresaron, aquello era ya parte del imperio persa y, con el paréntesis de Herodes el grande, no existió un estado independiente judío sino una mera porción de los imperios grecomacedonio y romano.
En el año 66 d. de C., los nacionalistas judíos se alzaron contra Roma, pero el 70 d. de C., el general romano Tito no dejó piedra sobre piedra del templo de Jerusalén –como había profetizado Jesús décadas antes– y desapareció cualquier vestigio aunque fuera mínimo de estado judío.
Durante casi dos mil años, en Jerusalén se sucedieron el imperio bizantino, los imperios islámicos de omeyas y abasidas y el imperio de los turcos otomanos. Algún judío aparecía por la tierra, pero no pasaba de ser una presencia testimonial que casi no llegaba ni a minoría. La situación comenzó a cambiar a finales del siglo XIX cuando los sionistas decidieron que ya estaban hartos de esperar al Mesías y que iban a establecer por su cuenta un estado judío.
En 1917, el imperio otomano fue derrotado y descuartizado. La zona pasó a manos de Gran Bretaña, pero en 1948, la ONU decidió partir el mandato británico de Palestina en un estado judío y otro, árabe quedando Jerusalén como ciudad internacional.
Los judíos con menor población se llevaron una parte del territorio mayor y más fértil y aceptaron con entusiasmo; los árabes, como era de esperar, no.
Al concluir la guerra en la que Israel se impuso, media ciudad de Jerusalén era judía y la otra seguía en manos de árabes y de pequeñas minorías de cristianos como armenios, griegos y etíopes.
Así siguió la situación hasta que en 1967, Israel realizó un ataque preventivo a Siria, Egipto y Jordania e invadió los altos del Golán, Sinaí, Cisjordania y, por supuesto, la Jerusalén oriental. A partir de ese momento, el problema de la zona fue cómo llegar a un acuerdo que permitiera firmar la paz, que los palestinos tuvieran el estado creado en 1948 y que Israel devolviera, en seguridad, los territorios ocupados. Jerusalén no era todavía capital de Israel. CONTINUARÁ.