Han transcurrido 22 años y los cubanos, apresados aún en la pesadilla de una interminable dictadura, continúan esperando por un órgano internacional que asuma el proceso investigativo sobre el hundimiento del remolcador 13 de Marzo a siete millas de la bahía de La Habana y la muerte de 37 seres humanos, ahogados, entre las edades de cinco meses de nacido y 52 años, el 13 de julio de 1994.
Hoy, cuando sale a la luz pública el nombre del militar fallecido que dio la orden de abatir la embarcación, el general de división Senén Casas Regueiro, según la declaración confidencial de la esposa del líder revolucionario Fructuoso Rodríguez, Martha Jiménez, salta a la vista la anticipada culpabilidad del alto mando militar presidido por Fidel y Raúl Castro, aún vivos.
Cuba vivía el llamado “período especial”, después de que el Gobierno cubano perdió los apoyos económicos del desaparecido bloque soviético y la alimentación del país no podía proveer ni un plato de comida al día.
La desnutrición alcanzó cifras nunca antes vistas, la desesperanza se propagó y los deseos de emigrar aumentaron, mientras la represión política no cedía ni un ápice. Salir de la isla, huir, como si se escapara de un campo de concentración, era la única solución ante tanta desesperación.
Y frente a esto, el régimen castrista ordenó redoblar la vigilancia para evitar una estampida de cubanos que volviera a desprestigiar el discurso populista de la revolución fracasada.
Pero el deseo puedo más que el miedo y un grupo de 72 cubanos, únicamente motivados por el impulso de escapar, abordaron una embarcación en el puerto de La Habana, guiados por el jefe de operaciones de la terminal portuaria, para huir de la isla.
Dicen que la voz de la guardia vigilante corrió como la pólvora y la comandancia dispuso de embarcaciones civiles, con dotaciones reforzadas por militares, para hundir mar afuera el remolcador 13 de Marzo. Que los potentes chorros de agua no pararon hasta que lo vieron partirse en dos. No bastó que los tripulantes sucumbieran, ni que los padres pidieran clemencia por la vida de sus hijos. La furia de los Castro y el temor engendrado pudo más que la misericordia de quienes pudieron haber salvado las vidas.