Ernesto, el preso encargado del salón de abogados me recibió esa mañana con una disculpa, “hay uno de nosotros almorzando en el cubículo”.
Vivencias que toman forma de relatos y conducen a la refexión
Ernesto, el preso encargado del salón de abogados me recibió esa mañana con una disculpa, “hay uno de nosotros almorzando en el cubículo”.
Allí estaba, con cara de pocos amigos, comiendo directo con las manos de un plato plástico en una de las mesas asignadas a los letrados. El tipo no tenía uniforme, ni la P reglamentaria pintada en la espalda de la colorida camiseta. “Está autorizado”, explica Ernesto, “ahorita se lo llevan a trabajar y en el cubo no dan comida”, con un tono de complicidad agrega, “es el niñero, ¿tú sabes?, ¡el famoso niñero!”.
El cubo era la antesala establecida para que los reclusos entren o salgan del edificio número tres del Combinado del Este, la cárcel más famosa de Cuba. Se trataba de un local en el primer piso, al lado de la reja principal, donde clasificaban a los presos que llegaban y concentraban a los que saldrían rumbo a los tribunales.
Los presos “del tres” se autodefinían como una fauna ligera, menos violentos que los condenados de los otros edificios. Eran los pendientes, a los que no se les había dictado sentencia y albergaban la esperanza de salir o al menos que los condenaran a un régimen abierto.
Ernesto se demoraba en buscar los presos que yo venía a ver, como si le preocupara dejarme solo con el niñero, pero en realidad intentaba pedirme otro favor: “doctor necesito bajar a un pobre hombre junto con sus clientes, un tipo decente que necesita espacio para llorar”, temiendo que me negara se adelantó, “le juro que el tipo no va a molestar, solo quiere lloriquear, es que allá arriba no puede”.
Aproveché para negociar: a cambio tenía que revelarme quién era aquel que comía directo del plato y quien solo reparó en mí cuando levantó la cabeza para empinarse el pomo plástico reciclado con que acompañaba su almuerzo. Entre sonrisas Ernesto explicó: “es el niñero, el que patea a los recién llegados, en especial a los que tocan niños, por eso le dicen así”.
“Los jefes lo meten en el cubo antes deque llegue el camión jaula con los abusadores, les da la bienvenida a leña limpia”, con orgullo me agrega, “suena al que le pidan, incluso a algunos políticos y militares condenados, ¡el tipo es una fiera!”.
Ernesto regresó al salón con un hombre delgado, de maneras afectadas y muy agradecido, que me pidió permiso para moverse a otro cubículo justo enfrente del niñero. Allí sentado, con sus manos sobre los muslos, comenzó a llorar, desesperado e incontenible, inundando el local con sus sollozos y lamentos.
“El pobre, se apuró”, me cuenta Ernesto, el tipo estaba allí por asesinato, “su pareja era un viejo anticuario, uno de los más famosos, le dejaba todo en herencia, hasta una casa en la playa, pero parece que ya no aguantaba jamarse al viejo y quiso adelantar las cosas”. La figura de un asesino no me juega con el frágil hombre que mira al vacío y se queja de su suerte en un monólogo de dolor. “lo que consiguió fueron veinte años aquí dentro”, sigue Ernesto, “al final se muere: o lo matan los abusadores allá arriba o se revientan aguantando las ganas de llorar”.
El niñero se altera: “¡oye so pato, estate quieto coño!, que ni comer con tranquilidad puedo ya”. Ernesto media: a uno le pide que llore bajito y al otro que no grite que le perjudica.
Me molesta el disfraz de samaritano de Ernesto y le pregunto cuánto cobra por el favor, “leche condensada”, responde sin ningún rubor, “todavía tiene amigos que le traen cosas, por eso está limpio y arregladito, pero en el camino siempre terminan solos y tienen que resolver aquí adentro”.
Decido irme, mientras recojo Ernesto y “el llorón” vuelven a agradecerme, de paso el niñero se disculpa, que entienda que solo tiene este “momentico” para relajarse.
Salgo huyendo, no sé si escapo de la situación que ayudé a crear o del rancio olor que invade el lugar, esa mezcla de sudor y humedad de la que no se libra ninguno de los reclusos y que hoy cargo en mis ropas, junto con las lágrimas del anticuario y la grasa del plato del niñero, el mercenario de civil que ahora lanza golpes al aire asegurando que ya está listo.
Ernesto vuelve a sonreír, se torna cruel y ordena “¡pájara tumbando!, ve cerrando el lagrimal que ya la ciencia se pira” y me señala con su brazo extendido mientras me pierdo por el pasillo.