Escribo con una estufa pegada a la pierna, incumpliendo todas las recomendaciones de la pegatina de seguridad del fabricante, que propone situar el aparato calefactor en Nueva York y sentarse a disfrutarlo no más cerca de París. Mientras tecleo, introduzco entre los barrotes los deditos de los pies, con la sola protección de un calcetín, manteniendo en un sinvivir a los servicios de Emergencias, que esperan el momento en que se produzca la fatal deflagración en mi escritorio y que haya que rescatar a un columnista calcinado, electrocutado, o ambas cosas a la vez. Bien. Nadie dijo que la profesión periodística estuviera exenta de riesgos. Pero hace un frio tan extraordinario que en vez de gorriones revolotean por las ventanas Nuggets de pollo congelados, con caja y todo. Y eso y la nieve navideña son una buena noticia.
Aunque admito que escribir es incompatible con el ambiente glacial, quiero hoy rendir el justo tributo que le debemos a las bajas temperaturas. El frío va siempre de la mano de los buenos modales. En la vestimenta, ejerce cada año como un regulador natural del mal gusto.
Gracias a la caída de los termómetros ha desaparecido de la calle esa tenebrosa exposición de dedos masculinos al aire, no hay ni rastro de las camisetas sin mangas y afloran por todas partes chicas engalanadas con largos abrigos oscuros, cumbre indiscutible de elegancia, romanticismo y distinción. Se visten los hombres de gabardinas y gabanes, y los niños están para comérselos con esos gorros con pompón que despiertan al Rey Mago que llevamos dentro.
El frío vacía las playas y eso me hace particularmente feliz. Si bien, deja los arenales en condiciones muy poco aprovechables, salvo que quieras que tu cadáver siga el ejemplo de posteridad de Walt Disney; que las desmitificaciones de los agoreros no podrán tumbar la épica leyenda de imaginar al padre del Mickey Mouse con la mirada fija y audaz de un mero inmortalizado en el segundo previo a su criogenización.
Viento gélido conciliador. Ordinarios y gañanes de carretera tocan el pito como de costumbre, pero ya no se bajan del auto a amenazar a otros conductores, ni abren las ventanillas. De modo que si haces una maniobra que les incomoda, verás que mueven los labios con gesto de pocos amigos, pero sus exabruptos en silencio se vuelven tan grotescos como inofensivos.
En general, disminuyen las peleas callejeras, las riñas en las puertas de las discotecas y las largas colas para cualquier cosa. La gente prefiere pasar página a cualquier precio antes que ver cómo se le escarchan las lágrimas de los ojos, algo que para los que utilizamos lentes de contacto es muy incómodo, porque cuando al fin logras romper el hielo y cerrar los párpados, el ruido es como si Scrat, la ansiosa ardilla de Ice Age, lograra al fin morder una bellota, pero una bellota de cristal.
El tiempo de invierno abre las puertas a la amistad, propiciando abrazos desproporcionados en la calle, y al amor, los futuros amantes se aproximan por asuntos climatológicos bastante egoístas, pero se aproximan. Ese viento helado beneficia también al transporte público, porque todo parece más ventilado y porque por muy asqueroso que sea el medio uno siempre termina dando gracias al Cielo por encontrar el cobijo de una calefacción encendida.
No todo son ventajas, por supuesto. El frío resbala. Mucho. Quienes somos propensos a estampar el culo contra la acera tenemos que ser más precavidos estos días, por eso no es extraño verme cruzando un parque cubierto de hojas heladas con el mismo gesto en vilo que utilizan las gimnastas orientales en la barra de equilibrio; aun sabiendo que ellas, cuando se caen, reciben una ovación aún más calurosa que la mía, que se torna carcajada contenida de los demás viandantes, a los que acostumbro a desear una Feliz Navidad y un próspero resbalón mortal nuevo.
En síntesis, esta bellísima inclemencia del invierno es la elegancia de un paraguas alzado al viento, el donaire de una bufanda bonita, las brasas del último castañero vivo, las manos de princesa a buen recaudo, las largas botas de Taylor Swift, los aristocráticos esquíes de los duques de Cambridge, los zapatos negrísimos de James Stewart, el sombrero de dandi de Oscar Wilde, el abrigo galán de Vargas Llosa, y… no sé, algo, supongo, que lleve puesto Cristina Pedroche.