lunes 2  de  diciembre 2024
OPINIÓN

Usted será deportado

Bocanadas de realismo y ficción que toman forma gracias al arte de la escritura y la imaginación

Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

Nada tiene lógica, salvo el azar: corría el año 1986 y yo perpetraba un programa de televisión en Santo Domingo, of all places. Era un programa sobre política internacional, asunto del que yo no sabía nada y los comentaristas invitados sabían menos que nada. Se podría decir entonces que era un programa sobre la nada misma o, visto de otro modo, un programa de corte autobiográfico.

Al pisar el aeropuerto de Las Américas en Santo Domingo, entregué mi pasaporte al agente de migraciones, solo para descubrir, consternado, que carecía de una visa al día para entrar en esa isla bendita, en la que me ganaba la vida diciendo embustes en la televisión.

Fui severamente informado por un agente de copioso sudar que, según las leyes dominicanas, debía ser arrestado y deportado, en el más breve plazo, al lugar donde se originó mi viaje bucanero, San Juan, Puerto Rico.

No opuse resistencia alguna cuando dos agentes uniformados, con visibles síntomas de abulia y apatía, me condujeron a un cuarto diminuto, desprovisto de toda comodidad, donde yo, corsario principiante, debía sobrevivir malamente hasta el momento en que me deportasen, por carecer de un visado al día para ingresar a la isla de la Española.

Horas más tarde, rogué a los esmirriados agentes que me permitiesen pasar aquella noche en un hotel, acompañado de la dotación policial necesaria para evitar mi fuga, y ofrecí correr con todos los gastos, los míos y de mis custodios, lo que nos permitiría pasar una noche de severa ordenanza de la ley, pero también de merecido esparcimiento.

Recibí sorprendido la noticia de que mi petición había sido aprobada por los altos mandos policiales del aeropuerto, quienes ordenaron mi traslado a un hotel del malecón, en compañía de un solo agente, conminándonos a volver a primera hora del día siguiente para proceder a mi oprobiosa deportación a San Juan.

Fue en tan azarosas circunstancias como conocí al oficial de la policía dominicana Hipólito Peynado de los Santos, atento servidor de la ley, de contextura más bien rolliza o adiposa, ya entrado en los cuarentas, casado y padre de tres hijos, portador de arma de fuego, tartamudo, al parecer fatigado, se diría que carente de una inteligencia chispeante y encargado de pasar conmigo una noche en un hotel del malecón.

Si algún improbable televidente o lector me hubiese reconocido en la recepción del hotel tres estrellas acompañado de Hipólito Peynado, registrándonos en habitación compartida, pero con camas separadas, y mirándonos con creciente simpatía, tal vez habría pensado que nos disponíamos a pasar una noche lujuriosa, calenturienta, desmadrada, no exenta de fogoso erotismo a contramano, disparos al cielo y apretados merengues en el balcón.

Una vez instalados en la habitación, y después de que Hipólito escogiese cama y se resignase a que nos tratásemos de tú, ordenamos una cena pantagruélica, de la que dimos cuenta mirando un juego de pelota que yo no entendía y libando cerveza helada en un clima de confraternidad cívico-policial que me permitió olvidar por un momento mi oprobiosa condición de malhechor, cosa que recordé en forma inesperada cuando fui al baño y detrás vino presuroso Hipólito con pistola, habiendo sido aquella la única vez en mi vida que meé bajo vigilancia policial.

Acabada la cena, y en vista de la euforia del oficial Peynado, cuyo equipo de béisbol salió victorioso, me permití sugerirle, con el debido respeto, una breve visita al cabaret del malecón, famoso por los bailes a pecho descubierto de unas mulatas de fuego, para mitigar así los rigores de mi captura, sugerencia que él acogió con entusiasmo, a los gritos de “vamos a ver tetas, chico, que la vida no dura cien años”.

Tras caminar unas calles en las que Hipólito Peynado aprovechó para hacerme confidencias sobre su vida doméstica (por ejemplo que no le alcanzaba la plata para pagarle una operación de hemorroides a su esposa Usnavy Bendita, cuyo exótico nombre procedía de los buques de la marina norteamericana que los padres de Usnavy supieron admirar surcando las aguas de Puerto Plata en los años del dictador Trujillo, alias El Chivo), nos acomodamos en el cabaret elegido, pedimos más cerveza helada, admiramos la belleza de las bailarinas de ébano y nos abandonamos a una conversación vocinglera y escabrosa sobre los presuntos hábitos amatorios de la mujer dominicana.

No bien las chicas concluyeron su rutina de baile, Hipólito Peynado aplaudió con ferocidad, en un estado de sobreexcitación y euforia que parecía reñido con su uniforme policial, pero ya entonces nos hallábamos ligeramente borrachos y enardecidos por esas cimbreantes mulatas, dos de las cuales no tardaron en acercarse y ofrecernos mimos y caricias a cambio de que pagásemos un precio obsceno por un par de botellas de champagne, las que por supuesto compré sin chistar, porque esa fue la orden de mi superior y captor borracho, el agente Peynado de los Santos.

Cuando las chicas nos propusieron modosamente visitar los apartados de aquel local copetinero para permitirnos unas conversaciones más íntimas, salpicadas quizá de brotes de ternura, Hipólito no tuvo empacho en marcharse, apretujando a su morena acompañante y abandonándome a mi suerte, en clara desobediencia de sus obligaciones, pues pude entonces huir por el malecón, pero naturalmente preferí pasar a otro apartado pecaminoso en compañía de la bella Panam, la bailarina que me tocó en suerte porque Hipólito eligió a la otra, Eastern, más abundante en curvas.

Tan pronto como cumplí mi tiempo con Panam, advertí que faltaba poco para el amanecer. Traspuse entonces las cortinas del cubículo vecino y sugerí a Hipólito que nos retirásemos de ese local hospitalario y volviésemos al hotel, pero mi sugerencia cayó en saco roto, porque el agente Peynado, en visible estado de ebriedad y con una mujer ovillada a su lado, me pidió de un modo prepotente que pagase una hora más con su amiga, muy pródiga al parecer en caricias y arrumacos, orden que no vacilé en cumplir, pasando por caja y pagando otros miles de pesos dominicanos para no desobedecer a tan estimable representante de la ley.

Despuntaba el sol en el horizonte cuando volví al furtivo rincón donde se solazaba mi captor con aquella aguerrida mulata, sólo para hallarlo tumbado entre unos cojines, con la camisa abierta, el pantalón mal abrochado, apestando a trago, sin pistola ni dama de compañía y roncando como un bendito. No dudé entonces en despertarlo bruscamente, a los gritos gallardos de: “Hipólito, párate, tienes que deportarme”. El alcoholizado oficial abrió un ojo, me miró de un modo patibulario y sentenció, enfadado: “No jodas, chico, déjame dormir”. No me dejé intimidar por su aliento e insistí, a riesgo de provocar una riña: “Pero tienes que deportarme, Hipólito. Es lo que manda la ley”. Fue en vano, pues ya el amigo Peynado había vuelto a roncar pesadamente, ignorando mis exhortaciones a que cumpliera su deber. No me quedó más remedio que sacudirlo con virulencia, sacándolo un instante del pasmo espirituoso en que se hallaba, y preguntarle, en el tono más repetuoso: “¿Qué debo hacer mientras duermes, Hipólito?”. Para mi sorpresa, el admirable policía no dudó en despejar mi curiosidad de un modo enfático y pastoso: “Vete pal carajo”. Comprendí en ese momento que había recuperado mi libertad.

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