Los juegos de la memoria me traen una imagen recurrente cada vez que hablamos de elecciones:
Vivencias que toman forma de relatos y conducen a la reflexión
Los juegos de la memoria me traen una imagen recurrente cada vez que hablamos de elecciones:
Se trata de Norma García la “chivata oficial” de mi barrio revisando a contraluz las boletas mutiladas intencionalmente por los votantes del vecindario habanero donde me tocó vivir cuarenta años de mi vida.
Norma insistía en este esfuerzo inútil por descubrir quienes habían garabateado las papeletas con frases contrarrevolucionarias o simplemente con borrones que obligaban a anularlas.
Eran los años del periodo especial en Cuba y el régimen a lo “Gatopardo” seguía montando la farsa de una votación que marcaba un cambio hacia ningún lado, gastando el poco papel que les quedaba y el dinero que haría falta para mejorar, al menos un poco, la situación de los cubanos. Ese año el colmo del absurdo era una nueva casilla en la boleta para que votáramos por todos los candidatos, "valen todos" era la consigna a tenor de una telenovela brasileña de moda.
El cubano de a pie sobrevivía con su doble moral, odiaba el sistema que volvía a convidarlo a las urnas, pero tenía que acudir para evitar las denuncias y el acoso que personajes como Norma García desencadenaban contra los que clasificaban como desafectos. Eso sí, cuando te quedabas solo en la cabina era tu momento de burlarte, de manifestarte, votando en contra o anulando tu boleta de exprofeso.
Me complacía ir al conteo de votos, uno de los pocos que se quedaba para ver crecer el bulto de las boletas anuladas, tan grande como el de los votos a favor y siempre superior al de las boletas en contra. De paso era divertido ver a Norma repasando las frases escritas como "tengo hambre", "abajo Fidel", o groserías contra el régimen.
Por truco del sistema no contaban las boletas anuladas como votos en contra, con lo que la evidencia del rechazo siempre exhibía un porcentaje mínimo.
Esta vez había una cuarta clasificación, una boleta en especial que Norma separo de todos los bultos y a la que dedicaba más tiempo que a ninguna, estaba cubierta en toda su superficie por un letrero que de lejos se distinguía, “nolmita ijaeputa”, así decía, sin respeto a la gramática más elemental, pero causando estragos en la conducta de la presidenta del comité de defensa de la revolución que por tantos años había presidido la mesa electoral del barrio sin recibir semejante dedicatoria.
Una y otra vez la tomaba en sus manos, “la ortografía es intencional” decía en voz alta, “pero, aunque se esconda esa letra yo la conozco”, insistía al tiempo que sacaba el registro de las guardias del CDR, la libreta donde los vecinos debían apuntar su nombre, la hora de entrada y salida cuando le tocaba vigilar de noche la cuadra, otra imposición del régimen para controlar y comprometer a los vecinos.
Mientras Norma repasaba cada página, comparando la escritura de todos, la jovencita que estaba a mi lado asentía con la cabeza como si apoyara la búsqueda infructuosa. Sin esperármelo la muchacha me acercó su cara para susurrarme, “como si no supiera escribir con la izquierda”. Nunca me quedó claro si era ella la del letrero de marras o si se trataba de un comentario al azar, aunque creí ver en sus ojos algo de maldad.
“Por eso yo insisto en que hay que enumerar las boletas” decía frustrada la presidenta del CDR que recomenzaba su comparación por la primera página del cuaderno.
Hoy desde la orilla de enfrente a Norma presumo ventajas de vivir en libertad: no tengo que usar la mano izquierda para votar contra quien no quiero, ni simular mi ortografía para llamar hijo de puta a quien se lo merece.