lunes 28  de  octubre 2024
Jaime Bayly

Vino la muerte y me trató de tú

Manejar el flamante auto alemán V8 era una delicia: tocaba el acelerador y saltaba como un leopardo, como una chita, dejando rezagados a los demás autos. No era que me gustase serpentear a alta velocidad, pero sí disfrutaba sentir su potencia
Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

Esa noche vino la muerte y me trató de tú. Yo le pedí que me tratase de usted.

Me jactaba de ser un buen piloto, un excelente conductor de autos. Cuando mi esposa se burlaba de mi supuesta impericia para manejar, le decía:

-Soy un as del volante. Manejo súper bien. Nunca he chocado.

Y era verdad: nunca había chocado. O nunca había colisionado fuertemente y con estrépito, poniendo en riesgo mi salud.

Mi memoria registraba dos o tres raspones o arañazos vehiculares: a los quince años, en Lima, a poco de haber aprendido a manejar, robé el auto de mis abuelos, mientras ellos dormían, una noche de año nuevo, y perdí el control cuando el cigarrillo que estaba fumando cayó en mi entrepierna, lo que me hizo soltar el timón y golpear levemente la puerta de un auto estacionado, dándome enseguida a la fuga, como un cobarde; muchos años después, de madrugada, en Miami, manejando un precioso auto inglés como el que en sus tiempos de gloria y esplendor manejaba el tío Bobby en Lima, quise estacionar en un restaurante para tomar desayuno, pues venía llegando de un vuelo largo, y, aún bajo el efecto de las pastillas para dormir, calculé mal y raspé un auto de lujo, un Bentley Continental, que resultó siendo del gerente del canal en el que trabajaba, mala suerte la mía; y una noche, en los tiempos aciagos en que tomaba diez, quince, veinte hipnóticos cada día, y me quedaba dormido manejando, y no sé cómo no choqué, no atropellé a nadie, no me hundí en un río o en el mar, en la que, mitad despierto, mitad dormido, saliendo del canal, tarde, a medianoche, me desvié de la ruta y golpeé el espejo lateral de un auto en el carril de al lado, lo que me despertó de súbito y evitó que chocara malamente. Fuera de eso, ningún choque horrible, aparatoso, sangriento, ningún accidente con muertos y heridos, ninguna colisión que me dejara lastimado o dejase a mi auto seriamente averiado.

Sin embargo, mi esposa insistía en decirme que yo manejaba mal, muy mal, rápido, demasiado rápido, zigzagueando, cambiando de líneas, tratando de sobrepasar a todo el mundo, y por eso se ponía nerviosa cuando iba conmigo, y yo trataba de calmarla, le decía que nunca había chocado, que manejaba realmente bien, pero ella no me creía y parecía aterrada en el asiento del copiloto.

Manejar dentro de la isla en la que vivíamos no entrañaba grandes riesgos, pues uno iba despacio y prestando atención a los ciclistas y peatones, muchos de los cuales eran menores de edad, pero a la noche, rumbo al canal, sí me metía por rutas peligrosas y recorría barrios patibularios de camioneros y motociclistas, y sentía que debía ser en extremo cuidadoso, porque en aquellas zonas se manejaba bastante mal, a la loca, a las bravas, y casi siempre los peores conductores eran aquellos que iban al timón de unos autos viejos, cochambrosos. Ya lo había advertido: los más temibles, los más temerarios, eran los choferes de carros malísimos, viejísimos, impresentables, unas latas viejas, roídas por la humedad, estragadas por el tiempo, que no valían ya nada, y quizás por eso sus conductores las guiaban como si fueran caballos chúcaros, desbocados.

Llegar de mi casa al canal me tomaba fácilmente cuarenta minutos cuando el programa se emitía a las diez de la noche, pero este año lo movieron de horario y lo pusieron a las nueve de la noche, lo que me obligaba a salir de casa a las seis y media de la tarde, para llegar, con suerte, una hora después, pasadas las siete y media, ya a oscuras, al canal, en un barrio en los quintos infiernos, en la periferia de los extramuros de los arrabales de Miami, un lugar desangelado, sórdido, ocupado por fábricas, almacenes, laboratorios y empresas de mudanzas. Manejar a esa hora, entre seis y ocho de la noche, me condenaba a meterme en el tráfico espeso, inescapable, tomase la ruta A, o la ruta B, o la ruta C. La ruta A me hundía en el caos vehicular, casi a paso de hombre, de las grandes autopistas obvias, que por eso mismo procuraba eludir. Prefería la ruta B, que me llevaba por rutas algo menos socorridas, aunque me exigía recorrer una calle, al pie de un río, que parecía altamente peligrosa. Pero yo me jactaba de ser un gran piloto, un conductor rápido, listo, con reflejos, y estaba seguro de que no chocaría.

Dado que pasaba una hora al volante de camino al canal, y casi otra de regreso a casa, había comprado recientemente un auto muy potente, de ocho cilindros, bastante caro, de fabricación alemana, color negro con asientos negros, espectacular, dando de baja mi antiguo auto japonés, también negro, pero de apenas seis cilindros, y ya con cincuenta mil millas y siete años de uso. Manejar el flamante auto alemán V8 era una delicia: tocaba el acelerador y saltaba como un leopardo, como una chita, dejando rezagados a los demás autos. No era que me gustase serpentear a alta velocidad, pero sí disfrutaba sentir su potencia apenas el semáforo cambiaba a verde. Tanto me había enamorado del V8, que ya estaba pensando comprarme un V12, y por eso el fin de semana mi esposa me acompañó a una tienda de autos alemanes, y vimos el V12 negro que me encantaba, y que costaba bastante más, casi el doble, del auto que ya tenía. Al verlo, mi esposa me dijo:

-Por favor no lo compres. Te vas a matar.

-No te preocupes –le dije-. Soy un as del volante. Nunca choco.

-Nunca chocas porque tienes suerte –dijo ella.

-Te equivocas –le dije-. Nunca choco porque manejo bien.

Estaba realmente convencido de comprarme el V12. No había muchos modelos de autos grandes, cuatro puertas, con esa deliciosa potencia: sólo dos marcas alemanas, sin contar otras dos inglesas, más lujosas y señoriales.

Era un miércoles 7 de marzo, y el 7 era mi número de la suerte, cuando salí de casa a la hora de siempre. Tenía una hora para llegar al canal. Llegando, debía editar los videos de actualidad que comentaría en el monólogo. Enseguida, pasaría por maquillaje y luego entraría en el estudio para salir en vivo a las nueve en punto. Me puse el cinturón de seguridad, sintonicé radio Mitre de Buenos Aires para escuchar el programa de Jorge Fernández Díaz, una fiesta de la inteligencia, y tomé la ruta habitual. Todo iba bien. Recorrí una autopista al norte, luego tomé una autopista al oeste y me bajé a la altura de la calle peligrosa que corría al lado de un río angosto en el que acaso se agazapaban caimanes improbables de ojos naranjas. Aquella era la ruta peligrosa en la que había que ir con especial cuidado, la vida jaqueada entre camiones, motocicletas y autos deportivos con tubos de escape estruendosos. Es verdad que no iba muy despacio, pero tampoco demasiado rápido. El límite de velocidad era de cuarenta millas, y calculo que iba a cincuenta o cincuenta y cinco, como casi todos los demás. No era posible correr demasiado porque el tráfico era pesado, agobiante, dada la hora pico. Además, había muchos semáforos en esa calle de tres carriles, fácilmente quince o veinte semáforos antes de llegar al canal. Yo iba tranquilo, en el carril derecho, escuchando la radio, cuando de pronto algo me embistió violentamente por mi lado, por la puerta del conductor, tan rápido que no pude verlo ni esquivarlo, y el golpe fue tan violento que me sacó de la pista, me desvió a la acera y, sin darme tiempo de reaccionar, me llevó de bruces contra un poste de luz. Al chocar, se abrieron todas las bolsas de aire, muchas bolsas blancas, fácilmente cuatro. El cinturón y las bolsas me sujetaron tan fuerte que me dejaron moretones, amortiguaron el golpe, tal vez me salvaron la vida. Fue tan violento el impacto que quedé unos minutos aturdido, inconsciente. Cuando recuperé la lucidez, o por lo menos la consciencia de saber quién era y dónde estaba, el auto se había llenado de humo. Pensé que estaba incendiándose. No: el humo salía de las bolsas de aire. Me costó trabajo salir. Me puse de pie, mareado. Sentí que iba a desmayarme. Nadie se había detenido, nadie me auxilió o socorrió, el auto que me chocó se había dado a la fuga. No supe qué hacer. ¿Llamaba a la policía, llamaba a mi esposa, llamaba al canal para avisar que no saldría en vivo aquella noche? Miré el reloj: en una hora comenzaría el programa. No quise alarmar a mi esposa. Llamé al canal, pedí que vinieran a buscarme, estaba muy cerca, a cinco minutos en auto. Entretanto, llamé a la policía y reporté el incidente. Le dije que no sabía si me habían chocado accidental o deliberadamente. Pedí que lo investigaran. La policía tardó en llegar. Un amigo del canal llegó antes que los gendarmes, me rescató, me llevó enseguida al estudio. Me maquillaron y salí al aire. Aún temblaba por el trauma del accidente, me dolían la cabeza y el cuello y las rodillas. Procuré que no se notase.

Mi esposa no veía mi programa, no estaba viéndolo esa noche. Cuando la policía llegó al lugar del accidente, no me encontró y se preocupó por mí, los agentes pensaron que algo malo podía haberme pasado, quizás me habían secuestrado, tal vez un buen samaritano me había llevado a un hospital, no se les ocurrió que estaba ya en el canal, al aire, en vivo, tampoco tenían por qué saberlo. Por eso llamaron a la policía de la isla en que vivíamos y despacharon una patrulla a mi casa. Tocaron la puerta, mi esposa abrió, alarmada, el aliento suspendido, le dijeron que yo había sufrido un accidente, que habían encontrado mi auto chocado, pero que yo no estaba en el lugar del incidente. Ella puso la televisión y allí estaba yo. Me odió por no haberla llamado, me lo reprochó cuando llegué a casa, pasada la medianoche. Le dije que no la llamé para no alarmarla. No me creyó. Pensó que no la había llamado porque yo, el as del volante, tenía vergüenza de decirle que había chocado.

La compañía de seguros dictaminó que el accidente fue tan violento y el auto quedó tan dañado que calificaba como pérdida total. Yo le tenía cariño a ese carro, me dolió verlo así, desfigurado, con el motor hecho un acordeón. Pensé que era una metáfora de la vida misma: todo lo que era bello y esplendoroso terminaba estropeándose en apenas tres segundos, era inevitable, tarde o temprano tenía que ocurrir. Lo era con los autos y también con la vida, con la salud, con las mieles del éxito y la felicidad: todo iba tan bien, todo fluía tan deprisa y sin sobresaltos, nos sentíamos ganadores, gloriosos, inmortales, hasta que de pronto, de la nada, de una esquina en la penumbra, el azar nos asaltaba, nos tendía una emboscada y nos arruinaba la vida, tal como la conocíamos, para siempre. Vi la muerte de cerca, sentí la fugacidad y la fragilidad de la vida, pensé o recordé que había que capturar el momento, pues la vida era ahora, sólo ahora, este instante esquivo, inasible, no después, el futuro era una ficción, y por eso cuando llegué a casa, tras escuchar los reproches amorosos de mi esposa, le dije:

-Me voy a comprar el V12 de todas maneras.

-Eres terco como tu madre –me dijo ella.

-Sí, lo soy –admití-. Pero no quiero morirme sin sentir la potencia de seiscientos caballos de fuerza de un V12.

-Te vas morir en tu V12 como un idiota –sentenció ella.

Esa noche vino la muerte y me trató de tú. Yo le pedí que me tratase de usted. Y se fue, por el momento.

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