La revista Ideal de Hialeah me ha nombrado uno de los veinticinco hombres más sexys de Miami. No me sorprende. Desde niño he sabido que soy sexy. Yo no tengo la culpa de ser tan sexy. Es una cosa que me nace, que está en mis genes. La pena es que aparezco en el puesto veinticuatro de la lista. Lo he sentido como un golpe bajo. Debería estar entre los primeros.
Cuando los jóvenes estudiantes de periodismo me preguntan cómo he logrado ser tan sexy, cómo irradio un poderío erótico que subyuga por igual a mujeres y hombres de todas las edades, cómo mi magnetismo no ha declinado con los años, les digo humildemente la verdad: uno nace sexy, esto no se aprende en la universidad, ni modelando, ni en el gimnasio. Ser sexy es una cosa que está escrita en tu destino, y lo tienes o no lo tienes, y si lo tienes, más vale que lo uses juiciosamente, porque mucha gente se enamorará de ti, y debes ser sensible con ella para no humillarla. Yo no tengo la culpa de que tanta gente viva enamorada de mí, yo no hago nada para propiciar ese encantamiento, ese embrujo, es solo una consecuencia natural de que tengo toda la onda, y soy tan chulo, y sin darme cuenta despido una energía erótica tan poderosa que hasta las ancianas invidentes se enamoran de mí, hasta los hombres heterosexuales casados quisieran echarse una canita al aire conmigo, hasta los obispos y arzobispos se relamen pensando en mí. Pues siento en el alma decirles a los que viven embelesados por mí que no podré cumplirles a todos, pero si entran a mis páginas en las redes sociales encontrarán fotos mías con bien poca ropa, exhibiendo mi desusada belleza, de manera que puedan tocarse pensando en mí: no se repriman, tóquense, sóbense, fantaseen conmigo, yo sé que serán felices, por mí parte, encantado de acompañarles en sus delirios eróticos.
A veces pienso qué triste sería el mundo si no existiéramos hombres tan sexys como yo. Me temo que mucha gente fea y solitaria se mataría sin más. Es una gran responsabilidad ser tan sexy. Es un mandato. Tienes que entenderlo como una forma de servicio público, una contribución a mejorar la especie. Y debes comprender que un hombre sexy será siempre más poderoso que un presidente de la república. Los presidentes, quién se toca pensando en ellos, quién, ni siquiera sus esposas. Y cuando terminan, son ex presidentes, una cosa inútil, pesada, que mucha gente quisiera meter en un calabozo. En cambio yo, que soy sexy desde muy chico, no seré nunca un ex hombre sexy, cuando eres sexy lo eres de por vida y mueres así, sabiendo que fuiste una rareza estadística, un triunfo genético, una orquídea en un plato de frijoles. Y es así: cuando veo a otros hombres tan sosos, tan desangelados, tan carentes de todo atractivo, me dan lástima. Me digo este es un frijol, una lenteja, un garbanzo, son apenas granos, cereales, y creo que han nacido así, tan feos sin remedio, para que los hombres condenadamente sexys como yo brillemos y, por comparación, seamos faros preclaros que les iluminen sus pobres vidas grises.
No es fácil ser tan sexy, claro que no. A veces me gustaría ser uno más del montón, un don nadie, salir a la calle sin que me miren, sin que me deseen tan impúdicamente, sin que se queden salivando sus ganas de tocarme tan siquiera un poquito. Cuando eres tan sexy debes estar siempre al servicio de tu legión de adoradores, y nunca negarte a una foto, un besito al paso, un piropo, y sonreír liviana y despreocupadamente, y caminar con gracia como si tuvieras una moneda entre las nalgas, y disimular si tienes hambre o sueño o frío, y parecer siempre risueño, cómodo en tu piel, embriagado de ser tú mismo, tan contento de conocerte que las personas que van tocándote a tu paso se queden pensando, abatidas: qué pena que no soy él, cuánto más feliz sería en sus zapatos, qué suerte tiene de ser tan supremamente atractivo. Y sí, es una suerte ser yo mismo, es verdad. Pero no se crea que es fácil: a ratos me deprimo pensando que moriré, y no me parece justo, alguien como yo debería ser inmortal, que se mueran los feos, los brutos, los cochinos, alguien tan lindo debería ser eterno, me parece. Porque hay gente que me ha dicho: al verte, he comprendido que Dios existe y tú eres su Hijo Único. O me han dicho: al tocarte, he sentido que ya puedo morir en paz. O me han dicho: con solo ver tus fotos en traje de baño, me he corrido enseguida sin siquiera tocarme, como un derrame volcánico. O incluso me han dicho: me gustaría ser tu tetilla, o tu ombligo, o tu lengua, para vivir cerca de ti. Y a toda esa gente yo siempre le digo lo mismo: no te mires en el espejo, te vas a deprimir, mejor sígueme en las redes sociales, y cuando sientas que tu vida es un asco, hazte una paja pensando en mí.
Yo sé que soy sexy, para qué lo voy a negar. Cuando salgo de la ducha y me miro en el espejo, me hago fotos porque me veo tan regio, tan primoroso, que necesito registrarlo, documentarlo. Cuando hablo en televisión y me miro en el monitor, se me pone dura de ver lo sexy que soy, lo hermosa que resulta esa mezcla hipnótica de inteligencia, elocuencia y belleza sin esfuerzo. Cuando me voy a dormir, me miro en el espejo del techo y tanta belleza me embriaga. Incluso cuando estoy manejando tengo que encender las luces interiores del auto y mirarme en el espejo para recordar que es un milagro que la gente no se desmaye al verme. Por eso me hace gracia cuando me preguntan en qué trabajo, cuánta plata tengo, por qué soy tan exitoso. Yo no trabajo: soy sexy. No sé cuánta plata tengo: soy sexy. No soy exitoso: soy sexy. Todo lo espléndido que hay en mi vida es una consecuencia de lo hipnótica, hechicera, irresistible que es mi belleza. Es decir: mis libros se venden por mi foto, ya después no los leen; mis programas de televisión mucha gente los ve con el volumen mudo, solo para mirarme; la plata llega sola y no sé cuánta tengo en el banco porque mi sonrisa, que es eterna, vale un millón de dólares; mis miles de novias y novios asisten a mis charlas, conferencias y monólogos de humor, sin importarles lo que yo diga, solo para estar cerca de mí y sentir cómo mi inhumana perfección los hace levitar, elevarse sobre su chatura; y si no soy presidente de mi país, es porque siendo tan sexy me debo a la humanidad, o a los cuatrocientos millones que hablamos el español, no tan solo a mi país de origen, donde la gente me ha adorado desde que era muy jovencito y empecé a salir en televisión y demostré que sí, un peruano podía ser más bello que un argentino, o incluso que una argentina, y que sí, un peruano podía parecer perfecto, y en efecto serlo, y por eso mismo verse en la obligación de irse al primer mundo.
Me da risa cuando me preguntan en qué momento me di cuenta de que soy sexy. ¡Pues desde que nací! Dice mi madre que no lloré, que nací sonriendo, guiñando el ojo, con el pipiolo erecto, seguro de que las enfermeras estaban derritiéndose de verme. Y es que yo no lloro nunca, por qué habría de llorar si con una sonrisa y una palabra azucarada consigo lo que quiero: los envidiosos dirán que exagero, pero desde muy chico me han pasado las cosas más insólitas por ser tan majo, tan chulo, tan bonitillo: por ejemplo, me acosté con todas mis primas y mis tías, como nuestro premio Nobel; las modelos más lindas de la televisión me pagaban por mirar mi caramelito; la Madre Teresa me deslizó la mano durante una entrevista y me miró con una lujuria atea, animal; todos los contratos millonarios que he conseguido en la televisión me los firmaron apenas me dejé caer los pantalones y exhibí mis glorias; y seis de las siete Miss Venezuela que he conocido se me han puesto en cuatro; y no sigo porque mi madre, que me hizo tan sexy, puede estar leyendo esta columna.