viernes 29  de  marzo 2024
PERIODISTA Y ESCRITOR SATÍRICO

Don Quijote en un delirio

Don Quijote podría expirar, pero fue evacuado por un helicóptero y tratado felizmente en un buen hospital de Estados Unidos

Diario las Américas | ITXU DÍAZ
Por ITXU DÍAZ

Estaba hambriento y Don Quijote le arrojó un pedazo de queso endurecido. Hacía ruido al comerlo como si le estuviera practicando la autopsia a un fósil. Tanto y tan grosero estaba resultando aquel festival de gruñidos de Sancho, que al largo se le escapó una mirada de desprecio, pronto amortiguada con un vistazo lejano; puso el caballero los ojos en donde el Lejano Oeste se viste de infinitos. Don Quijote estaba aquella tarde enfadado porque su teléfono móvil no tenía cobertura. Cervantes trataba en vano de localizarle para pedirle algo. Quizá unas monedas para salir a cenar con un grupo de políticos y representantes de instituciones culturales. Nadie le había invitado porque nadie sentaría a la mesa a un indigente para exhibir ante el mundo al escritor más famoso de todos los tiempos. La soledad del escritor.

Sancho arañaba el queso y callaba mientras encestaba piedrecitas en la boca negra de un cactus. Detrás de la polvareda, el caballero intuyó que al final de las colinas se debatirían entre el norte y el sur un ciento de animales que, tal vez, podrían alegrarle el mes. Paupérrimo, Cervantes, trataba de enriquecer a su viejo personaje, si no en su estómago, al menos en su intelecto; por eso le hacía leer tanto.

- Alimentado de cultura, moriré de hambre, pero siendo muy listo. - escribió Don Quijote a su autor en un conciso WhatsApp.

- Como yo – comentó con violento humor el escritor, mientras rellenaba otro vaso de vino barato.

Más cerca aún de aquella polvareda, las primeras plumas asomaron entre el bajo bosque. Caía un sol, diría que de justicia, si no fuera todo tan injusto. Don Quijote ordenó a Sancho estar en guardia y decidió que, si en tantas ocasiones habían dado sus huesos contra el suelo después de intentar correr hacia el enemigo para golpearlo, esta vez probaría con un táctica innovadora: activaría desde lejos el Winchester con el que le obsequió John Wayne a su llegada al Oeste.

Así, temblorosa la mano y valiente el mentón, apuntó firmemente hacia esas plumas coloridas que anticipaban caza mayor, dinero fresco. Y en un instante de duda, que ya notaba el temblor de la sangre en el dedo del gatillo, fue divisado fatalmente por aquellos animales que no eran tales, y el jefe indio, oculto bajo una de esas crestas de plumón rojizo, bajó su brazo, y ordenó tensar y descargar los arcos contra aquella sombra alargada sobre un caballo, y su rechoncho epílogo.

Una flecha acertó al carismático caballero andante en un lugar del pecho en donde un pliego roto de la armadura le había abierto un flanco a suerte del enemigo. No contaba Cervantes con molinos que pudieran disparar. A Sancho, otra flecha perdida le rozó el trasero, dejándolo sin poder sentarse durante una larga temporada, algo que le incomodó mucho y le vació por completo el buen ánimo. Maldecía por las noches pidiendo que otra flecha mágica de esas pudiera herirle de un modo tal que no pudiera levantarse de su cama durante un par de años, algo más acorde a su momento en la vida, tan cansado de desventuras.

Viendo a los suyos, caídos entre aullidos de los indios, se llevó las manos a la cara, una caliente, la otra fría y de escayola. En el entretanto, los de las plumas asaltaron la pobreza de Sancho y Quijote, robándole a éste la bota de vino, y arrebatándole al caballero su teléfono y las llaves de su BMW. Maniobró el escritor en el devenir de los párrafos, ya cerril y destemplado, sin éxito.

Sonaban los brindis en la sala de abajo. Flashes y coches oficiales. Y curiosos y tomos de lujo de aquellas viejas aventuras. Los políticos se abrazaban y recitaban el Quijote en extraños ademanes. Mientras Cervantes paseaba las terrazas de un Madrid ajeno, dicen que del barrio de Las Letras, como quien escudriña las vergüenzas de un cementerio. Dos mundos que van del corazón del autor a la vida, pasando por el alma de sus personajes.

Don Quijote podría expirar, pero fue evacuado por un helicóptero y tratado felizmente en un buen hospital de Estados Unidos. Como Sancho, protegido por un mecenas hasta que todo fue volviendo a su lugar y se pasaron sus peores dolores, y pudo volver a sentarse, redescubriendo uno de los placeres más grandes de la vida.

Así, Cervantes se arrimó a una terraza en sombra, entre los calores del verano y, solitaria la calle, desenfundó un fajo de cuartillas con estas historias garabateadas, pidió un whisky con hielo, y rasgó estos folios antes de prenderles fuego en mitad de la calle. El cielo, insensible, ennegrecía, amenazando con una violenta tormenta de verano sobre sus huesos. Ah, la cultura.  

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