martes 17  de  junio 2025
Análisis

Venezuela, Cuba y Nicaragua esperan sus derechos humanos

"El derecho a tener derechos, o el derecho de cada individuo a pertenecer a la humanidad, debería estar garantizado por la humanidad misma"

El pasado 10 de diciembre se conmemoró la Declaración Universal de los Derechos Humanos formulada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en 1948, tres días después de la finalización de la cruenta Segunda Guerra Mundial. Este organismo nació en medio de la consternación de los países que vieron cuán peligroso se había convertido el mundo para la humanidad. Los regímenes totalitarios de Hitler y Stalin demostraron lo letal que puede ser no intervenir a tiempo en los pueblos que están siendo vulnerados, pero después de tantos años, somos testigos de cómo la comunidad internacional se ha desviado en medio de una ecuanimidad, que como diría Dante Alighieri, resulta imperdonable en tiempos de crisis moral.

Se podría decir que una de las ideólogas de las organizaciones internacionales, promotoras de derechos humanos, fue Hannah Arendt, la filósofa alemana que se salvó de morir en un campo de concentración y explicó ampliamente cuáles son los orígenes del totalitarismo. Si Arendt existiera ahora, su crítica sería contundente. En la actualidad, Venezuela, Cuba y Nicaragua viven la tragedia de ser gobernados por dictaduras que mantienen secuestrados a sus habitantes, mientras los organismos y gobiernos del mundo libre se dedican a escribir comunicados rechazando el sufrimiento de millones de almas, y a contribuir con algunas ayudas humanitarias que no pasan de ser paliativos sin gran repercusión en medio de una gigantesca crisis.

Una nueva generación de ciudadanos cubanos en medio de la penuria y el caos han recobrado las fuerzas para gritar consignas de libertad, pero no reciben más que unas cuantas loas por parte de quienes miran desde afuera con incredulidad lo que ya para muchos es una causa perdida. El panorama no es más alentador en Venezuela, donde si bien es cierto que las supuestas elecciones, que una vez más terminaron siendo burdas adjudicaciones, no hubiesen ocurrido sin una oposición un poco masoquista o cómplice (hay de los dos tipos), también es una verdad que la comunidad internacional a estas alturas no debería debatir que se realicen si no hay garantías, porque de antemano conocen las condiciones de la contienda y lo ilusorio que es pensar que el dictador Nicolás Maduro quiera renunciar al poder. Empero, los observadores de la Unión Europea asistieron, y aunque presenciaron todos los abusos del régimen y la violencia generada, sorprendentemente aseguraron ver una mejoría.

Pero lo más grave e impresionante en el caso venezolano es que mientras la gente muere de hambre y sufre las consecuencias de un régimen opresor, la ONU decide reconocer a Maduro como el presidente legítimo del país, algo que no concuerda con la labor de un ente surgido entre los países que suscribieron la necesidad de garantizar la paz y la promoción de los derechos humanos. El hecho de que hoy en día no haya unidad de criterios en cuanto a estos regímenes en las organizaciones internacionales y los gobiernos democráticos, es sumamente preocupante y digno de revisión.

Por otra parte, es utópico poner las esperanzas de estas naciones que sufren en Estados Unidos, que ha cambiado su forma de hacer política internacional y que claramente tiene sus propios asuntos. Sabemos que la lucha por la libertad de Venezuela, Cuba y Nicaragua necesitará inevitablemente de un liderazgo interno, de capacidad de movilización y de resistencia. Una tarea que no ha sido nada sencilla, muchos han muerto y han ido a la cárcel, mientras otros hemos logrado escapar y ahora vivimos el exilio, pero lo que sí es cierto es que requerimos un verdadero apoyo, una colaboración eficaz que vaya más allá de los informes (que son muy necesarios, pero no generan cambios trascendentes) y dé un paso a la acción.

Una forma de ser consecuente es la que proponía el expresidente venezolano Rómulo Betancourt con su doctrina: rompiendo cualquier tipo de relación con los regímenes transgresores. Es absolutamente reprochable que, en el discurso, presidentes demócratas manifiesten inquietud por la coyuntura de estos países, pero se nieguen a expulsar definitivamente a sus embajadores y a aislarlos totalmente. Es lamentable que, aunque es ampliamente conocido que millones de habitantes están secuestrados por comunistas y delincuentes, y que ante la actual crisis mundial derivada de la pandemia son actualmente más pobres y vulnerables, aún sólo se expresen opiniones solidarias y no se escuchen al unísono voces lo suficientemente firmes en los organismos internacionales.

Los derechos humanos están por encima de las ideologías, se trata de vidas, y ante una situación extrema como la que sucede en los países secuestrados no se puede ser neutral ni protocolar. Tampoco se debe ignorar el sentir de la mayoría del país y actuar como una institución burocrática al servicio de los gobiernos de turno o vitalicios. Lo hemos observado recientemente en Perú, donde un gobierno de izquierda comienza a generar estragos, pero el secretario general de la OEA, Luis Almagro, lo ha aplaudido y apoyado. Es imprescindible tener presente nuestra historia mundial para evitar los errores del pasado.

La comunidad internacional debe fijar su compromiso con los ciudadanos del mundo. La dura realidad de Venezuela, Cuba y Nicaragua no puede ser normalizada. No es normal morir de mengua, no es normal ir a la cárcel por expresar una opinión, no es normal no tener la posibilidad de decidir quiénes gobernarán tu país, no es normal ser asesinado por protestar o manifestar una idea en voz alta, no es normal ser desterrado. ¡No, señoras y señores, nada de eso es normal!

Los comunistas son capaces de unirse y apoyarse en países donde los derechos humanos son violados con frecuencia, como ocurre en Rusia. El ejemplo más reciente lo dio el también usurpador Daniel Ortega, quien rompió lazos con Taiwán para apoyar a la China dictatorial que evalúa invadir un territorio libre. Los demócratas también podrían alinearse con fuerza para asumir una posición de compromiso con la humanidad y defenderla en cualquier escenario. Si la parte del mundo que cree en la libertad se uniera con coherencia en torno a la premisa de defensa del derecho a la vida y el respeto a la dignidad humana, las víctimas de los países que cayeron al abismo gracias al socialismo, no estarían tan solas en medio de una pelea evidentemente desigual y desproporcionada, y sin lugar a dudas, cambiaría el rumbo de su trágica historia.

Escrito por Irene María De Sousa: periodista, escritora y defensora de derechos humanos. Ha participado en política desde que inició sus estudios de periodismo en 2010.

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